sexta-feira, 30 de agosto de 2013

Teatro Bárbaro: La fe de los cerdos





“La fe de los cerdos” es un paseo por las cloacas de la baja sociedad. Es un punto medio entre lo repulsivo y lo cierto con insinuaciones de violencia, pesadez, hastío y horror. “La fe de los cerdos” presenta los interiores del estómago, las vísceras de la tristeza allá abajo, una forma de mostrarnos las tripas de cerdo antes del guiso.

Comienzo diciendo esto a manera de sencilla conclusión para que más o menos usted pueda entender los porqués de lo que voy a señalar en esta apreciación. En primer lugar, la puesta en escena tiene un muy afortunado escenario. El Foro Subterráneo donde es desarrollada ya representa justamente el viaje que la obra pretende dar. Para ver la obra, hay que bajar unos escalones precipitados, sentir la humedad de la tierra, incomodarse frente a la bienvenida que hace una cabeza de cerdo, y luego, instalarse dentro de la escena. Así es, cuando vi las sillas de aluminio colocadas para nosotros a un breve metro de una mesa con vísceras y junto a un hombre sucio trapeando el piso, pensé que la obra iba a ser de ésas que no gustan, que caen mal, que mojan al espectador, le acercan un cráneo a la cara y le gritan a uno de frente. Siendo honestos, yo me senté en la silla con la guardia arriba, esperando a que en un arranque aquel hombre me echara el trapeador encima o que un cubetazo nos moje a todos con sangre y mugre. Pero no, pese a la distancia casi nula entre las sillas y la escena, hubo un buen respeto al público en todo momento (nos habremos salpicado un poco, pero no fue intencional) y ese respeto me permitió disfrutar más el horror que se desplegaba en la penumbra de la sala.

Luego de admirar ese escenario oscuro, verdadero y sin artificios, nos dedicamos a observar al indigente que trapeaba. Me gustan mucho las obras que inician antes de que el público llegue. El hombre trapeaba un poco nervioso y asustado, pero seguía trapeando con prisa y miedo. La obra busca ser tan palpable y honesta que se ahorró los protocolos de “le recordamos al público…”, “segunda llamada”, “principiamos”, etcétera. Nada de eso; aquí desde el inicio se dio prioridad a la obra misma, sin arreglos falsos, y así fue el resto del evento.

He tratado de evitar responder sobre qué se trata la obra porque pienso que el no saber qué es lo que va a verse allá abajo enriquece mucho la experiencia. Lo cierto es que si en la calle recibe usted un flyer de la obra, considere esto: La peor parte de “La fe de los cerdos” es esa sinopsis que trae en la publicidad. Ese fragmento cantinfleado y exagerado sobrecarga lo que obra en realidad ofrece; es ambigua, repetitiva y engañosa. En parte fue bueno que no dijera bien de qué va, pero tampoco se vale que pretenda asustar con un desfile de palabras repugnantes sin fondo ni son. Puedo decirle que la obra busca ser repulsiva, oler mal, provocar algo de incomodidad en el espectador, y sí lo consigue, pero de forma amena, nada de hediondeces ni mierda por todas partes. “La fe de los cerdos” es densa, pero para nada insoportable.

En cuanto la actuación, increíble el sacrificio que pone cada uno. Fabián, interpretado por Rogelio Quintana, tiene la vista de loco que se necesita, la voz lastimada, las manos temblorosas, la suciedad precisa del bajo mundo. Algunas veces sus discursos sonaban muy artificiales, y eso se nota más cuando todo el escenario es real, pero Rogelio está a la altura de las exigencias de la obra. Lo mismo o más está Rosa Peña, quien se muestra sin miedos como una especie de monstruo feminoide, enajenada, dominante, fuerte y perturbadora. Es en su personaje, Modesta, que recae mucho del peso de la obra, y lo hace increíblemente bien. Nunca pierde el piso, no se le nota un ápice de ser humano, es dueña del lugar completo.

Luego aparece la doctora Ruvalcaba, quien funciona como el hilo de identificación con el público al ser la única persona “normal” de toda la obra. A la doctora, interpretada por Yaundé Santana, le da asco el sitio tanto como al público, reconoce que apesta, siente el mismo miedo por Fabián que sentí yo cuando lo vi trapeando con ojos descompuestos, y finalmente, sale corriendo espantada de lo que hay en el sitio. Pese a ello, creo que a Yaundé se le notan mucho las acotaciones a la hora de actuar; es decir, algo hay de mecánico en su actuación, y como dije antes, cuando el escenario usa cabezas de cerdo y vísceras reales, resaltan más sus movimientos y diálogos ensayados. Sabe llorar, definitivamente, pero su breve participación me pareció plástica en relación a todo lo demás.

Aunque la doctora Ruvalcaba es el puente entre público y escena, el personaje que más me agradó fue el que interpretó Miguel Serna. Toby, un hombre con retraso mental no parece ser consciente de los horrores en los que vive con sus hermanos. Toby es sumiso pero no deja de sonreír como idiota, es gracioso cuando debe serlo, da lástima cuando debe darla, es torpe, servicial y majadero como lo es un retrasado. Con Serna me pasó lo que con Rosa Peña, dudaba de que hubiera un actor con vida normal detrás del personaje, pensaba si acaso no son así realmente, me convencieron de principio a fin. Toby es, a mi ver, el personaje más natural de “La fe de los cerdos”. Mientras que el resto de los personajes están conscientes de su trastorno, Toby es feliz en su estupidez, le reza a Thalía, babea, saca los calzones. Quizá donde me pareció más débil fue cuando da la plática de su abuelo, que aunque lo hace muy bien, se antojaba más torpe y menos nostálgica. La historia que relata es terrible, morbosa, pero la cuenta tan nítidamente bien con su voz de imbécil que uno no se la cree que alguien como Toby pueda contar esa historia de miedo con una fluidez que no había tenido durante el resto de la obra. Como digo, no lo hace mal, pero a mi ver le faltó más entorpecimiento característico del personaje.

Berny es también un personajazo. Él viene a darle un boost a la escena. Mientras que la doctora se vomita, Modesta se regocija en la mugre y Fabián huye de ella espantado, Berny entra a escena bailando una cumbia como quien entra a su casa, pone las tripas en la mesa como si fuera a hacerse un cereal, y comienza a dar un discurso potente, energético, que se aleja del asco y en su lugar, lo abraza, lo celebra, “soy el taquero más chingón” y eso rejuvenece a la obra en el momento adecuado. Berny es un macho cabrón, un tronco invencible, un hijo de la chingada. Pienso que un ambiente como éste genera a brutos tales como éste y por eso, su aparición es precisa y acorde, además, Alejandro Navarrete parece divertirse tanto como el propio personaje que encarna, se nota natural, sincero, y su interpretación se disfruta tanto que ese disfrute se lo contagia también al público. Es agradable ver cómo un actor se divierte de ese modo con su trabajo.

Luego entra Fátima Íseck representando a un personaje doble. Catalina es cínica, tramposa, corrompida por sus hermanos, y uno llega a sentir rencor por cómo trata al indefenso de Fabián. Ese rencor, aunque justo y noble para el fin de la obra, contrasta mucho con el otro papel que Catalina presenta en la obra de una manera tal que hasta ahora no sé cómo digerir. No sé cómo describirlo sin dar mucho spoiler, pero puedo decir que, aunque el guión así lo exija, ver a dos personajes tan distintos entre ellos es desconcertante. Para hacer más hincapié en las diferencias entre, digamos, Caty y Catalina, uno de los papeles es tan bueno que termina por eclipsar al otro a base de gritos, llantos, desnudos, humillaciones, para luego convertirse en una mujer despreciable, antipática y maldita. Es curioso ver cómo en un momento la están ahorcando y sentimos lástima por ella, pero a la escena siguiente queremos ser nosotros quien la ahorque, y simplemente ese altibajo de foco a Catalina desconecta más de lo que uno quisiera. Quizá tiene que ver con la parte en que Catalina es tan engañosa que efectivamente nos engaña a todos, pero a mí me costó mucho trabajo entender ese juego. Íseck lo hace de maravilla en su papel de víctima con una profesionalidad verdadera, luego siento que esa genialidad le estorba a la hora de desarrollar más al personaje.


Y bueno, éstos son los actores y sus personajes que llevan a cabo “La fe de los cerdos” en una obra de buena propuesta que casi parece recriminarnos por comer cerdo, pero lo hace tan sutil que, si bien es cierto nos sentimos culpables, también aceptamos nuestra condición de ser animales del asco. Si debo confesar las partes débiles de la obra, diría, además de la sinopsis que es injusta con la obra, que el final se siente muy elaborado, después de haber mostrado corazones, tripas, muerte y vómito, degollar una cubeta no se siente del todo bien. Detallitos mínimos como ése que finalmente no son culpa de nadie, por ejemplo el uso de drogas que no vienen a hacer nada ni afectan a nadie, o el aromatizante Glade de color cielo tropical precioso sobre una mesa podrida con tripas y sangre. También me costó trabajo entender el plot de la obra, no sabía si Fabián era un carnicero, y no le creí a nadie cuando se presenta como elevadorista. Huecos como ése no desbaratan la obra, pero sí obligan a poner más atención de la que uno quisiera. “La fe de los cerdos” cuenta con un ambiente bastante esférico y un elenco muy profesional, desinhibido, que entiende el trastorno y muestra la decapitación de la sociedad, sin ser por ello grosero ni repugnante. 

quinta-feira, 15 de agosto de 2013

Stalfos me llevarán a casa

Subo,
loma de Hyrule,
en tu lluvia canta el búho,
brotan esqueletos en la tierra,
y ahí voy sobre tus aras de planta en movimiento
acariciado por un sol sin día,
Epona persigue Poes como tarántulas en frasco
Grandes bloques de hielo extinguen a una raza
en el gran río de los Zora.

Y ahí voy sobre tus aires y tus pueblos.
Héroe del tiempo por todo el tiempo.
Repetición del sabio habita,
por la existencia de los siglos
la leyenda de una princesa voladora.

¿Y qué soy sino un esclavo callado por el hierro?
Bastardo de Kokiri, niño sin hada,
llevo en la izquierda una espada que es puente
entre este mundo y todas sus historias.

Pero en mí está la esperanza
El coraje de las diosas, equilibrio de la especie:
Yo mataré monstruos por ti.
Yo destruiré jarrones y hierbas.
Yo salvaré a los Gorons.
Yo buscaré a tu perro.
Vivo en la inmortalidad del niño y del hombre
Mi tiempo es un presente diferido
Mi hogar es una isla y un árbol y una aldea
Mi rostro es la encarnación de un inventario.

De cerca nos mira una luna sonriente;
en sus ojos el llanto de roca suicida
canta un triste bolero de fuego.

Cuando la aventura termine
y Hyrule sea inundada,
bajaré las armas, entregaré mi ocarina
cerraré los ojos y Stalfos me llevarán a casa
¿Cuál será al fin mi casa?
Es un secreto para todo el mundo.

terça-feira, 13 de agosto de 2013

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"Felicidades por usar la otra mano" tuiteó el amado Chumel hace unos minutos e inmediatamente pensé en todo lo que no sabe. 
Usar la otra mano no es, aunque parezca, levantar una en lugar de la otra. La izquierda se llama siniestra por una muy buena razón, y es que el mundo todavía no sabe qué hacer con nosotros zurdos, espejos sin vidrio, minoría incapacitada, rojillos comunistas, jugadores profesionales de béisbol.

Ser zurdo no es, desde luego, una pesadumbre insostenible, es una situación de ser cubos viviendo en el mundo de las esferas. Se persiguieron a los zurdos por tener la mano de Satán, mi tía Blanca fue forzada a escribir con la derecha con una soga, y yo por mi parte tenía que voltear el cuaderno para imitar la escritura de la maestra mientras que mi letra quedaba eternamente deforme por la falta de un pupitre de paleta izquierda en todas las escuelas de mi vida. Ser zurdo es un orgullo porque pese al ratón de la computadora, a las guitarras y a la taza de café que debo girar siempre en las cafeterías como ritual ceremonioso, la zurdera me da una identidad, me alinea con Cobain, Link, Bart, Flanders y Sephirot aunque estemos distanciados del todo. Ser zurdo es ser el otro, el siniestro, el de la espada escondida, el que no sabe en cuál mano va la tortilla y en cuál el tenedor. 

La vuelta prohibida a la izquierda, la desviación que siempre debió haber tomado Bugs Bunny, el garfio de Garfio, la inscripción invertida en el lápiz. Todo esto, quiérase o no, afecta a la personalidad. He visto gente sorprendida de que, en el repente, notan que hago cosas con la mano izquierda "¡¿Eres zurdo?!" me preguntan como si descubrieran un sexto dedo en mis manos, "No sabía que eras zurdo" me confiesan como si no me conocieran del todo.

Se trata de una hermandad no establecida por nadie. Ser zurdo es aceptar el favoritismo del mundo (el diestro hijo favorito de papá), es saberse huésped de esa desviación en el cerebro que produjo cosas como el Nevermind o que caza peces en el polo norte*. Así que sí, gracias Chumel, porque no es fácil torcer el brazo para escribir en la banca, ni cambiarle las cuerdas a la guitarra cada vez, o configurar el ratón de la computadora, o que te cierren el changarro para zurdos porque no hay quien piense en los que no podemos usar un abrelatas o un guante de billar.



*Para quienes viven en Chih, recordarán la pantalla de Telcel en la Av. Universidad que decía "¿Sabías que... el oso polar ¡es zurdo!?" así, con signos de admiración y todo, porque efectivamente ser zurdo es un dato curioso, impresionante, digno de mención en una pantalla gigante urbana según parece.

sexta-feira, 2 de agosto de 2013

Cartas al fantasma de mi cuarto.

Hola.
Otra vez y por primera vez.

Primero quiero pedirte una disculpa por haber prendido la luz anoche; fue muy grosero habértelo hecho sin avisar. Trataré de evitar esos arranques irracionales de pánico pero también, por favor, tú pon de tu parte.
Te escribo porque tengo muchas dudas acerca de cómo debería comportarme ante ti y no quiero involucrarme en payasadas de hacer contacto, espiritismos, ouijas y todas esas artimañas que seguramente te dan risa, o te ofenden. La noche que llegaste a mi cuarto me mostré apacible, cómodo con tu presencia, curioso a un grado de querer hacer amistad contigo, o más bien, de querer coexistir en un plano contigo como si fuéramos la misma cosa. Igualdad te diría, pero yo sé que la muerte es el único igualitario y yo no podría cambiar eso. Lo que sí quiero es poder dormir sabiendo que te paseas por ahí con más libertad de la que puede ofrecerte el mundo.
Asumo que no necesitas una amistad, no necesitas de nada en absoluto. Puedo imaginar el tedio infinito de ser como tú, esperar en extinción a que llegue la noche cuando no hay personas y el aire es más tuyo. Imagino las ganas que tienes de leer mis libros, curiosear mis cosas, como la curiosidad que yo tuve cuando quise tocar tu mano o preguntar tu nombre.

Quiero decirte que puedes venir a mi cuarto las veces que quieras, en el momento que quieras, y que yo me portaré bien. La noche que te vi te dije muchas veces que te tenía miedo, que por favor no reptaras por el techo, que no fueras a saltarme a la cara, porque puedo morirme, y si me muero no podré comprar más libros para ti.

No quiero que pienses que esta carta es un intento de comunicarme contigo. Piénsala como una manera mía (muy mía) de comprenderte, de convivir con tu silueta y de amainar mis nervios cuando veo pasar cualquier cosa y pienso que eres tú viniendo desde no sé dónde para leer a Ginsberg y a Cortázar en mi cuarto. Me honra tu visita, pero al mismo tiempo no me deja dormir.

De nuevo, te pido una disculpa si no alcanzo a comprender la razón de tu existencia, entiende que soy simple, dependiente de leyes naturales, y además miedoso (curioso de alguien que tiene muñecas de horror japonés en su cuarto, tan similares a ti. Pero ellas son otro tipo de fantasma). Puedes venir cuando quieras, yo trataré de ser un buen anfitrión, lo prometo.


P.D: Lo de 'otro tipo de fantasma' lo dije muy a la ligera, espero no haberte ofendido con eso. Quise decir que Umbra e Irae son figuras hechas a tu semejanza; representaciones, vaya, que de alguna manera simulan tu formación pero no tu existencia. Espero lo puedas comprender.