quarta-feira, 27 de outubro de 2010

Sobre letras y tumbas

Para alcanzar una meta distante
deben darse muchos pasos cortos.

De unas semanas para acá me ha dado por reflexionar sobre los detalles en mi vida que finalmente son los que terminan por estructurarla por completo. Pienso en la relación con mi familia, mi manera de responder a los problemas, mis prioridades, mis amigos, mi noviazgo, mis vicios y demás detonantes casi imperceptibles.
De momento, y a un par de meses de concluir con mi preparación académica, me he detenido a pensar sobre mi relación con la literatura y el por qué este Samuel que a todos ustedes ofrezco se perfiló desde siempre a una vida tan lejana del resto de los Chavarría. Dado que entiendo que estas reflexiones no le interesan a un gran número de personas (y porque estoy seguro de que sólo un par de buenos amigos habrán leído al menos hasta este párrafo), seré lo más breve que pueda tan extenso y descriptivo como así se me antoje.

La anécdota del por qué estudié letras la he contado varias veces y siempre me trae un sabor a nostalgia delicioso que me lleva a repetirlo aunque sea para mí mismo.
Sobra decir que el detonante para que yo encontrara un amplio refugio contra la tempestuosa rutina fue mi madre normalista que me acompañaba en las tareas del kinder*. La muy tramposa me daba tips para burlar las grotescas planas y familiarizarme con la redacción; me enseñó a escribir la S por ejemplo, que no era una víbora como la maestra decía, sino que en realidad era un caminito por donde viajaba el lápiz. Me decía que bastaba girar el cuaderno al revés para para poner un signo de interrogación que abre y que los libros eran las casitas donde los personajes me invitaban a pasar a saludarlos.
Tarde que temprano esa 'ventaja' se vio reflejada en mis calificaciones, no como un progreso, sino como una desobediencia. Todavía recuerdo los gritos de la maestra golpeando con su dedo mi cuaderno de aquellas infinitas planas "¡La letra ñ todavía no la hemos visto!" y ¡zaz!, un sellito de mapache por negligente. Entonces volvía a casa decepcionado y mi madre sólo decía "no se preocupe m'ijo, usted haga lo que le pidan y ya". Pero al día siguiente volvía a clase con un conflicto porque a mí no me cabía en la cabeza que la maestra estuviera bien y que mi madre estuviera mal.
En la primaria sucedió que la maestra nos quería fomentar el hábito de la lectura conductivistamente. Recuerdo bien aquel rincón de lecturas y su alfombra cómoda y sus sillones de todo tipo, lugar de premio para el niño que hiciera bien su trabajo. Las tablas de multiplicar no fueron entonces nada más que contraseñas para acceder al dichoso paraíso, y la división geográfica de México era apenas un rompecabezas de 32 piezas que formaba una sirena degollada y que también me abría las puertas a la comodidad de la esquina amueblada. Poco recuerdo lo que hacía en aquel rincón, pero sí recuerdo que fuera lo que fuera, generalmente lo hacía solo; no porque fuera yo un niño genio, sino porque los otros niños preferían salir, o dibujar o comer tras terminar sus trabajos. 
Desde siempre he pensado que la lectura es el placer más íntimo de todos y pronto me hice a la idea de que los libros eran para mí como yo lo era para ellos. Y eso lo entendí a las malas. Tengo también el recuerdo intacto de mi primera amistad en la primaria: Luego de leer algunas historias y volver a mi lugar de clase, quise platicar con mi compañero de al lado sobre un cuento que había yo leído. El amiguito aquél alzó la mano irritado y grito "maestra, este niño me está molestando", a lo que la maestra lo ubicó en otro lugar, dejando mi escritorio vacío. La conclusión inmediata que se procesó en mi cerebro fue un "soy una molestia, a nadie le interesa lo que he leído, y si el niño que estaba aquí enseguida no quiso platicar conmigo, mucho menos lo hará aquél que está más lejos". Bajé avergonzado la mirada y me prometí no intentarlo de nuevo.
Poco después el mismo niño vino a disculparse conmigo  y como fuera nos hicimos amigos hasta el 2do de primaria, no obstante el grabado en mi mente como esponja ya estaba hecho.

Digo que fuimos amigos hasta 2do de primaria porque en 3ro me cambiaron de escuela. La ortodoxísima maestra de aquella primaria (que, no es broma, recuerdo más bien de colores muy oscuros) no toleraba que nos levantáramos de la banca por circunstancia ninguna, o sacáramos punta sin pedir antes permiso. Repeticiones interminables de números romanos, complicados diagramas del cuerpo humano, estruendosos azotes al pizarrón y, por supuesto, orejas de burro y vámonos, al rincón más lejano con tape en la boca y pobre de ti donde levantaras la mirada. Tras recordar a la maestra Margarita ésa comprendo por qué lo único que quería yo hacer después de clase era meterme a la biblioteca de mi padre y leer ahí algo, lo que fuera, cualquier cosa.
Así toleré 4to, 5to y 6to, con otros maestros, con otros amigos y con otros intereses más físicos que intelectuales, pero siempre reservando un espacio para cualquier cuento. Yo me había declarado casado con las letras y no me había dado cuenta hasta que finalmente me fue recompensado.

A mediados del 5to grado de primaria me anunciaron que mi cuento a los símbolos patrios había ganado el tercer lugar estatal... "¿Cómo que estatal?" "Pues sí m'ijo, tu cuento fue el tercer mejor de todo Chihuahua. Y hubieras ganado el primero pero el nombre de tu personaje era americano"**.  No quiero describir lo que sentí en ese momento porque sonaría muy presuntuoso (tan me enfada la presunción de aquellos intelectualoides francoparlantes que puedo usar frases como 'me meo en esos pendejos' y sigo sintiéndome literato como cualquier otro). Basta decir que sentí que era una piedra que tenía que ser pulida para ganarle a ese otro par de niños que habían escrito algo mejor, y entonces me dediqué a leer más, a saber más, a mejorarme del todo. No volví a ganar semejante logro, sólo recuerdo un 2do lugar que me dio la JMAS en una convocatoria que hizo en cada primaria para un ensayo sobre la importancia del cuidado el agua.

Mi época de secundaria, más adelante, habría sido muy nociva de no ser por la maestra de español que recuerdo con cariño. Nunca supe en qué momento la maestra María de los Ángeles detectó mi tendencia a las letras pero en cada uno de los 3 años de secundaria me metía en convocatorias para declamación, oratoria y concursos de ortografía sin avisarme. También ahí logré grandes apremios, pero lo mejor fue la curiosidad por escribir poesía que me despertó alguna fulana que seguramente no habrá terminado administración y que hoy tendrá un hijo. No lo sé, y de momento no es lo importante.

Me resulta más importante señalar que ya a mis 14 años sabía perfectamente mi afiliación, aunque no sabía (sigo sin saberlo) para qué me serviría. La vida se cansó de demostrarme que yo no estaba hecho para los deportes, ni para los amigos, ni para los cuadros de honor, mucho menos para las niñas. Yo era un muchachito taciturno sin mayor atractivo que la templanza para soportar las constantes humillaciones y bromas de un grupo de chavos que, a mi ver, no representaron nunca mayor interés que la conclusión de Moby Dick que ya me aguardaba en casa.
A esas humillaciones habría que sumarle también una carta que la orientadora escribió para mis padres argumentando que su hijo Samuel Chavarría García era un niño mediocre y muy retraído que necesitaba con urgencia atención psicológica si deseaba aspirar, a lo mucho, a ser electricista o técnico en cualquier cosa. Todavía sueño con el día en el que iré a estamparle dos títulos a esa doña en sus tatuadas y deformes cejas.

Pero en fin, ya con esa intuición literaria, la preparatoria fue más llevadera. Fue fácil hacerme de amigos ya sabiendo que ninguno de ellos se apasionaría conmigo por Baudelaire ni me competería en algún concurso de ortografía o composición literaria. Aquella afición me valió dos romances: uno por llevar a clase una compilación de poemas de Sabines, y otro por prestarle a una curiosa muchachita mi poemario con el que había ganado un certamen.

La universidad ya era sólo protocolario. Fue una época en la que las letras velaron la carga escolar y yo podía enfocarme a mejores aspiraciones (como las amistades, el noviazgo y el desarrollo literario). Mi modesto éxito en una que otra red social me brindó también apoyos muy fuertes para sentirme cómodo en todo esto y ahora, a casi un año de mi recibimiento como licenciado en letras, estoy completamente satisfecho con mis conocimientos y mis limitantes, y todo lo que de ellos ha derivado y está por derivar.

Hoy a mis 24 años estoy a unos meses de obtener mi título de posgrado y compensaré con ello todo este pasado que me ha forjado para bien o para mal hasta este momento. Todavía no sé si fungiré como diplomático, difusor, traductor o editor, lo cierto es que en las letras he nacido y en las letras habré de morir. Sea que tenga éxito o no, esta vida de largo ha sido siempre mi rincón de lectura y aunque no estoy a la expectativa de que alguien se siente conmigo del todo, yo la ofrezco y la comparto como el profesionista, el adulto y el ser humano que hasta el momento he podido construir.


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*Preescolar o jardín de niños; bleh, no me importaba entonces y no me importa ahora.
**El cuento narraba la historia de un niño mago que lograba viajar al pasado por medio de un libro y para salvar a los aztecas de una serpiente malvada que los asechaba se convertía en águila y la devoraba ante el asombro del pueblo que le construía una ciudad en su honor. El niño se llamaba Timmy.