sexta-feira, 22 de abril de 2011

Anthony Burgess: La Naranja Mecánica

La Naranja MecánicaLa Naranja Mecánica by Anthony Burgess

My rating: 5 of 5 stars

Cuando terminé el texto, me sentí triste por haberme confiado tan largo tiempo a la famosa versión cinematográfica de Stanley Kubrick. La tesis de Burgess en La naranja mecánica es mucho más sublime que lo expuesto en la pantalla, y además, apunta hacia lo contrario ahí dicho.

Basta remitirse al artículo que Anthony Burgess publica en 1986 (incluida en la edición de Minotauro del 2007 junto con un muy útil glosario nasdat-español) donde el autor explica que la película mutila de la obra literaria un capítulo clave para hacer de Alex un personaje verdaderamente humano. Burgess se lamenta de que Kubrick efectivamente presenta a un Alex cíclico, condenado y entorpecido, mientras que el Alex burgesseano es en realidad ascendente y constructivo gracias al capítulo 21 que impide que la obra se convierta en el círculo vicioso y sinsentido que Kubrick y la edición norteamericana quisieron mostrar.

Podría decir que La naranja mecánica es, en resumen, una cátedra para que entendamos que es naturaleza del adolescente destruirse con excesos y fascinarse por el caos y por lo sublime aun cuando no los entienda. Alex va de aquí a allá devastando al mundo que lo enseñó a ser así, y eventualmente es mecanizado por el mismo mundo para que, en sacrificio de su condición humana, no exista su acto delictivo. Esto es bien sabido por las facilidades que le ofrece al espectador la película, pero lo que ahí no se muestra es que Alex aprende finalmente qué es lo verdadero (sin preguntarse si eso es lo correcto) después de su gastada experiencia con la ultraviolencia: Esto es el acto de crecer.

Aunque sin entenderlo en su totalidad, Alex sabe que es propio del hombre eso nuevo que siente cuando se fastidia finalmente de ser un bebé destructor y amamantado. De pronto lo invaden unas ganas terribles de tener un hijo y de tener una mujer, y con ellos formar una vida bella, plena, y estas ganas resultan ser mucho más convincentes y naturales que las prácticas a las que fue sometido. Así, Burgess insinúa que no podemos interferir en el sentimiento propio del ser humano; por más que queramos, no podemos simular la naturaleza, no podemos tener en este mundo naranjas mecánicas como si fueran parte de nuestra existencia.

Termino la lectura de la obra con un sabor muchísimo más complaciente que lo entendido en la película, donde el final es pesimista y circular; es decir, Burgess en realidad trata de decirnos que el autodescubrimiento es también consecuencia natural de la destrucción del hombre, mientras que Kubrick insiste en que para el hombre (o para Alex en este caso) la destrucción es lo único absoluto en la vida. Pero ni Burgess ni Alex piensan así, y por eso invito a leer la novela por encima de la película de culto porque en ella se demustra que el albedrío es importante para la estabilidad humana, y que ésta no es una naranja mecánica que existe y existe y existe sin saber por qué.

"Sí sí sí, eso era. La juventud tiene que pasar, ah, sí. pero en cierto modo ser joven es como ser un animal. No, no es tanto ser un animal sino uno de esos muñecos malencos que venden en las calles, pequeños chelovecos de hojalata con un resorte dentro y una llave para darles cuerda fuera, y les das cuerda grrr grrr grrr y ellos itean como si caminaran, oh hermanos míos. Pero itean en línea recta y tropiezan contra las cosas bang bang y no pueden evitar hacer lo que hacen. Ser joven es como ser una de esas malencas máquinas".

(p. 193)



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quarta-feira, 20 de abril de 2011

Javier Arévalo: Los Niños Góticos

Los Niños GóticosLos Niños Góticos by Javier Arévalo

My rating: 1 of 5 stars


Desde el título hasta la frase que cierra, este libro es un intento fallido de ser agresivo y pretenciosamente intelectual.

La narración peca de ser cansada y terriblemente descriptiva con interminables enumeraciones de eventos ínfimos que no hacen más que entorpecer el flujo de la lectura:



"Se sirvió un té, le echó mantequilla serrana a su pan francés. Humeaba la taza, olía a canela, a clavo, a hierba luisa, y el pan derretía la mantequilla olorosa y pálida. Nadie había en la casa, nunca tenía a nadie a su lado. Las tías venían a dejarle la comida a mediodía y él se la recalentaba en la noche. Comía poco, mojó el pan en la taza azul, en la efusión marrón que humeaba todavía, tomaba el té caliente hasta el límite de la resistencia de sus labios y su lengua".

(p. 257).



Estas descripciones tan minuciosas se irán repitiendo a lo largo y ancho de esta obra que quizá lo que busca sea establecer un escenario concreto y fijo, pero lo que hace es convertir a la lectura en un laberinto mundano e insaboro.



Los diálogos de los personajes se sienten artificiales y demasiado accidentados, y en lugar de elocuencia, lo que aportan al texto es en realidad pretensión, soberbia y fastidio con charlas burdamente elaboradas y cansinas.



"-Esto también es política, papá, ¿no te das cuenta? Todo esto es político. Metiéndonos a la cárcel sin delito formulado, sin acusación formal, le dicen a la gente: ustedes tienen un límite, el límite es mi voluntad. ¿Lo ves o no lo ves, padre? Lo ves, estoy seguro, pero quieres hacerte el ciego.

-Ese grupo, hijo... son unos diletantes, tú también te encegueces, Se consumen en el escándalo.

-Hay una posición estética, seguramente derivará en una posición ética y política. Siempre pasa lo mismo en este país, a lo mejor crean un partido. De hecho, eso hay, aunque en prototipo, y me interesa. Se viene una renovación, y yo quiero estar ahí.

-Imitan a los decadentes, hijo.

-Quizá nos toca ahora ser decadentes, padre, ya que la mentalidad que nos domina sigue siendo colonial".


(p.150-151).



Al desfile de detalles y diálogos exagerados se le suman personajes que son imposibles de identificar y se convierten en clones entre ellos mismos; se encuentran tan faltos de personalidad y de características propias que no es posible distinguir el uno de otro, y lo que hace el narrador de ponerles un sin fin de nombres y motes no ayuda para nada a remembrarlos. Los personajes terminan siendo apenas maniquíes ahogados en un mar de apodos y monólogos que complican al lector por la similitud que hay entre ellos, algunos cuentan hasta con cuatro nombres distintos. Luis Alberto, José Carlos, Josemari, María del Pilar, Martita, Conde, César, Belisario Gay, no se hacen diferenciar los unos de los otros, salvo quizá María del Pilar e Ignacio que son los únicos niños que aparecen en la obra. El padre de los niños, por ejemplo, Belisario Gay, es apodado por el narrador como 'El hombre de las pompas fúnebres', luego a una mujer se le ocurre cambiárselo por 'El ajedrecista' y uno debe colectar todos esos datos. Otros más son llamados indistintamente por su físico o por su profesión, y uno debe recordar cuál es el poeta, cuál el fotógrafo, el pedófilo, el cura, el jornalista, el bisexual, etcétera, y qué nombres tienen cada uno de ellos. Aquello termina por ser un grupo de fantasmas sin rostros ni nombres ni atributos y no hay quién se identifique con alguno de ellos; están hechos con el mismo molde y se expresan con los mismos discursos, incluyendo al propio narrador.



De vez en cuando la voz del autor también mete su cuchara cuando le da la gana, y se hace presente para señalar, otra vez, datos que no vienen al caso y que sólo vienen a espoilear la historia con descripciones que a nadie le importan, como queriéndose adelantar a los hechos narrativos para borrar cualquier posibilidad de intriga:



"María del Pilar viajaba sobre las piernas de su hermano. 'La Rubiecita', así había decidido llamarla desde ese momento (La llamaría con distintos nombres a lo largo de esta historia)".

(p. 35).



"José Carlos sonrió, relajó los músculos, era solo una puta anónima (En ese momento, lo fue, después tendría nombre)".

(p. 105).



Es decir, no sólo hay que aguantar al tedioso narrador guía, sino también las intervenciones del autor que se distingue por aparecer con otra tipografía dentro del texto.



En cuanto a la edición, existe un gran número de faltas ortográficas y errores de imprenta (las páginas 226 y 227 no están impresas) y la sinopsis al reverso diluye cualquier signo de sorpresa al ser demasiado explicativo con los sucesos que acontecerán dentro del texto.



Cuando lo di por perdido fue cuando de una página a otra al narrador se le ocurrió volverse, además de tedioso, repentinamente escatológico y termina finalmente por estorbar en el desarrollo de la historia:



"Se quitó la pijama y se metió al baño, cagó tranquila leyendo Azul. Luego de limpiarse, se metió a la tina llena y tibia, se jabonó despacio y comenzó a masturbarse. Le daban ganas por la mañana, siempre".

(p. 212).



"Martita lo esperaba en la puerta, hacía lo mismo cuando le pedían el baño; a veces oía los pedos de algún caballero, y se quedaba allí".

(p. 221).



Se siente como si a Arévalo le hubieran dicho que una buena novela debe estar plagada de detalles lentos y diálogos exageradamente intelectuales. Arévalo quiere decirlo todo, busca impresionar con ambientaciones y diálogos muy rebuscados, con descripciones lentas e inútiles y personajes huecos dirigidos por un narrador que parece estar en contra de la libre imaginación, como asumiendo que el lector es demasiado estúpido para visualizar a un hombre que bebe mientras escucha. Es algo muy infortunado, porque el concepto inicial de una niña que cosía vestidos para niños muertos era muy atractiva, pero la idea gancho desaparece y lo que sucede después no es ni atractivo ni verosimil. El libro termina siendo una cansada pérdida de tiempo.





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