terça-feira, 26 de agosto de 2008

La verdadera historia de Yong-Pe
.porque soy matagatos.

Yong-Pe no era un gato que se dijera bonito. Mi abuelo lo halló en una carretera del pueblo no muy lejana a sus plantíos de alfalfa, y allá donde sólo él, sus caballos y su camioneta oxidada cruzaban para llevarse las pencas de nopal a casa. Lo encontró arrollado.

El gato, no mayor a unos 3 años, tenía la cabeza apoyada sobre una piedra mientras que su vientre y estómago estaban totalmente despanzurrados. Cuando mi abuelo lo encontró el gato estaba vivo; maullaba al sentir la presencia del hombre como pidiendo por auxilio. Mi abuelo tomó entonces una piedra y lo machacó ahí mismo en el suelo haciéndole el favor al infeliz animal. Sin embargo el gato no moría.

Con algo de sorpresa, mi abuelo dejó a un lado su condición samaritana y prosiguió su camino. Después de haber terminado de arar, mi abuelo por una extraña corazonada, sacó la pala de su cuarto de herramientas y se la llevó de regreso a casa.

En el camino de vuelta, encontró que el gato aún estaba a moribundo y maullando como apenas le alcanzaba.

Sin ningún escrúpulo, y confiando en que aquello era lo necesario, el hombre tomó la pala y lo golpeó con toda la intención de matarlo definitivamente. Yong-Pe exhalaba un gemido después de cada palazo que recibía alzando un poco la cabeza, y a veces alcanzaba a levantar la pata para cubrirse de aquel pesadísimo ataque, pero no moría.

Convencido de la perseverancia que el animal tenía, mi abuelo terminó por dar media vuelta y dejar a la suerte al gato en la terracería.

-Qué bueno que decidiste hoy irte a la labor caminando. -comentó su esposa cuando le contó la anécdota-. Quién sabe cuánto tiempo llevará el animal ahí aplastado.

Al día siguiente, mi abuelo usó la camioneta para ir a sus plantíos. Manejaba despacio buscando el manchón negro en medio de la carretera, sin poder explicarse a sí mismo por qué el gato iba a seguir allí, inmóvil y maullando como lo encontró la primera vez en el día anterior. Cuando llegó hasta él, bajó de la camioneta, le dio algunas patadas en la cabeza, y el gato reaccionó con un maullido. Por algún tipo de sensación de respeto, mi abuelo tomó al gato, y lo echó en la cajuela de su mueble para llevárselo a su casa, sin tener certeza de qué hacer con él.

Por la tarde, al volver a casa, se fue con el gato al jardín de su casa, y lo metió en un saco para después colgarlo de un árbol como si fuera un costal de boxeo.

-¡¿Pero qué estás haciendo, viejo loco?!- exclamó mi abuela. Vas a lastimar a ese pobre animal.

Cuando le oyó decir esto, mi abuelo esbozó entonces una ligera sonrisa, y comenzó a moler al gato a palazos como queriendo, efectivamente, lastimarlo.

Ante la violencia inmesurada y el espantoso lloriqueo del gato, mi abuela se metió a la casa y dejó al hombre en su infame tarea de darle muerte a ser tan extraño. Algunos días después de fracaso tras fracaso, mi abuelo me llamó para ver qué se podría hacer con el felino; pero más que eso, yo casi estoy seguro de que mi abuelo me llamó para contarme la verdadera historia del gato Yong-Pe.

Yong-Pe nunca murió de ninguna forma humanamente posible. Lo azotamos contra el piso, lo estrellamos en cada árbol, lo asfixiamos hasta el cansancio, lo envenenamos, y jamás hemos podido siquiera matarlo un poco. Ningún machete logra partirlo, y ninguna de sus heridas puede desangrarlo por completo. Yong-Pe había nacido para estar vivo y ni mi abuelo ni yo entendíamos la explicación de aquella situación tan afortunada. Finalmente optamos por respetárselo y lo conservamos en el patio de la casa; mallugado, lastimado, aplastado y fracturado, pero bien vivo. Aún en ocasiones me gusta patearlo en la nuca para maravillarme de su propia insistencia.


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quinta-feira, 14 de agosto de 2008

Effi
No entendía cómo se llegaba a hacer una guerra
por cosas que no podían tocarse con las manos.
-G.G.M., 100 años de soledad.

Esperando a que el destino la abofeteara cruelmente,
la mujer que no tuve se guardó las ansias en mi cama
para lunas después pegarme un zarpazo en el cuello
sin que nadie fuera a salir herida o quemada.

Effi envenena, como trago de alcohol extingue el deseo;
la mujer de negro odiada por alguna estrella
de un abrazo concreta diez veces en golpe
el orgasmo sangriento que jamás tuve con ella.

Admito mi entrega al palpo de su pecho carnívoro
que hace a la pornografía tan simple como una ola.
Acepto que me enamora cuanto satisface mi cabeza;
y acepto que me atoxico cuando Effi viola.

quinta-feira, 7 de agosto de 2008

Sobre los puntos suspensivos de tus labios

Vale, está bien. Nos violamos con temas muy destructivos
para no falsear la mirada que haces de lejos
-una manera muy tuya para decirme lo que sientes-.
No nos demos la mano cuando nos encontremos,
Démosnos las vísceras y los dorsos medio contaminados
para entender por qué somos tú y yo tan sepultables.

Vale, sí. Yo no he tenido aún el placer de matarte.
Tampoco las ganas de perdonar tus excesos
tan salados como el mar que te flagela
y hacia el cual yo jamás te acompañaría
por preferir desangrarme en sitios un poco menos besados.

Como el espacio entre tus dos puntos,
es el instante del ritual, o tu nombre apantallado.
Todavía no he hablado contigo sobre los lunares de mis ojos
y tú ya quieres que te convierta en la carroña de mi sangre.

Pero sí, vale.
Yo también como tú le temo a los payasos tristes
y al sexo de hematoma
por ser éstos los únicos que entran a nuestros umbrales
en donde preferimos a la muerte en secreto
antes que mostrarnos como curiosos desgarrados
caídos, desmembrados, totalmente sin remedio.
tú con estrellas púrpuras en el abrazo
y yo con la advertencia de una fagia segura.


Se vale y sus dos puntos suspensivos;
los que yo no distingo
en ese fantasma tuyo que nunca logra destruirse.