segunda-feira, 15 de dezembro de 2014

Spawn: Antihéroe. Anticómic.


Siempre que pienso en cómics me asedia una ola de disfraces pintorescos, hombres malencarados y mujeres ridículamente acinturadas. Me cuesta trabajo apasionarme con tanto personaje extraterrestre que han salvado al mundo más veces que Will Smith y Bruce Willis juntos como quien se prepara un café en la oficina agitando un martillo imposible o cobrando fuerzas de quién sabe dónde. Es difícil que un súper héroe muera, y si lo hace, será sólo para renacer aún más fuerte, más invencible, generalmente con una renovada sabiduría e imponencia indiscutible que nulifica cualquier reacción del más poderoso enemigo. El súper héroe se convierte en mega héroe, hace falta enfrentarlo a nuevos retos que lo hagan aún más poderoso y así hasta el infinito; el ciclo se repite.
No quiero que se me malinterprete. Me gustan los cómics, me gustan los lásers y las mujeres acinturadas, pero también me gusta la adrenalina del fracaso. No me preocupa, por ejemplo, una amenaza nuclear inminente si Superman puede contenerla con la palma de su mano, me aburre el beso entre Gatúbela y el Batman de Nolan cuando tienen al frente una bomba que volará en 15 segundos, y lanzo sillas y mesas cuando el archienemigo decide salvar el día en el último minuto redentor. Al final sólo nos queda aplaudir la prevalencia de la justicia que desde un principio, lo sabemos, nunca estuvo en peligro, y el Bien, qué gran farsa, siempre gana.
La industria ha notado ya este desgaste narrativo. Los villanos no aspiran más a conquistar al mundo con máquinas gigantes o armas secretas. Ahora, el villano tiene un genuino conflicto de intereses con el héroe; un deseo humano de venganza. A mi ver, los mejores antagonistas son aquellos que te convencen el porqué de sus tareas. Aquí nace una revolución en donde el lector ya simpatiza con el villano, algunos inclusive se ponen descaradamente de lado de la estrategia más drástica y agresiva del que supone ser el lado malo. Debatiblemente, la propuesta de Erick Lehnsherr “Magneto” sobre la nueva era mutante me parece muy convincente. Ser un Sith o un Jedi es una decisión que exige muchas consideraciones, mientras que Eddie Brock haría exactamente lo mismo que cualquiera de nosotros si tuviéramos un simbiote a la mano. Aunque esta nueva generación de villanos no modificó la postura del héroe, sí planteó una nueva perspectiva de batalla ante un espectador que ya mira a héroes y villanos como dos iguales, ¿o qué cínico norteamericano se pondría de lado del Redskull neonazi contra el imbatible soldado Rogers y sus colores tan disimulados?
Creo que las batallas finales de uno contra uno son un excelente clímax, pero de ahí ya no hay a dónde avanzar. Surge entonces la ola de villano tras villano tras villano, remasterizaciones, películas repetidas y universos alternos que producen confusión y discusiones sin sentido: ¿quién es el mejor Bruce Banner?, ¿Toby McGuire o Andrew Garfield?, ¿Cuántas películas de Batman se necesitan para llegar al chiclocentro del refrito? La repetición sigue pero el resultado no cambia. Buscando la novedad, se introducen viajes en el tiempo que, aunque confunden al lector y complican aún más la cronología, permiten ver a un Charles Xavier joven y renovado. Recientemente y en una estrategia astuta al respecto, la pantalla chica ha servido para refrescar a la industria con precuelas narrativas que, aunque bien producidas y de buen planteamiento, no hacen más que recorrer el mismo camino en reversa. La serie Gotham, por ejemplo, encuadra a perfección eso que los defensores de Batman enaltecen tanto: la condición humana reducida al peso de su propia mortalidad.
Llega entonces el caballo negro de Todd McFarlane con un personaje que se le ocurrió dibujar en la hoja trasera de su cuaderno de Historia de la secundaria. Spawn cumple con todo el perfil del superhéroe tradicional, pero curiosamente, aquí Spawn es el villano: es un enemigo a vencer que amenaza con la humanidad y que por nada del universo debe salir victorioso.
El planteamiento de la anécdota de Spawn, en primera vista, ya utiliza razones de censura y prohibición política. Era difícil que el cómic de Spawn tuviera más auge que el virtuosísimo Superman cuando introducía descaradamente temas de religión, clasicismo y drogas. Mientras Marvel y DC combatían por el protagonismo de las convenciones, Todd McFarlane acomodó una sillita en medio de la guerra y nos dijo que Spawn, su personaje, tiene la obligación de destruir el reino de los cielos a cambio de unos minutos con su esposa que para entonces, ya tiene otro matrimonio.
No sólo eso, Spawn es además torpe con sus habilidades, desconoce las cualidades que posee y que, encima, detesta. Spawn no tiene un alterego para descansar y con el cual pueda mezclarse entre los civiles o pueda esconder su identidad ante los enemigos; en su lugar, tiene un dejo de humanidad conflictiva y una serie de memorias de tiempos mejores que lo deprimen y que, a diferencia de Robocop o Wolverine, las recuerda constantemente y lo hacen permanentemente infeliz con su condición. Pocas historietas me han conmovido más que ver al monstruoso engendro hablando con su ciega madre que lo reconoce sólo por su voz y habla con él como si nunca se hubiera muerto. Su propia hija se refiere a él como “el señor triste” y sus mejores amigos son unos vagabundos leprosos que protege en aquel sucio callejón del que no puede salir.


A diferencia de otros héroes que son protagonistas y líderes de lo que está pasando, Al Simmons es un peón dentro de una guerra entre el cielo y el infierno que ha existido desde tiempos babilónicos. El cómic Spawn no es sobre Spawn, se trata de la humanidad propia: la fe religiosa, la amistad genuina, la corrupción de los ricos, valorar a los recuerdos y a las personas que amamos. Hay ángeles que están buscándolo para cazarlo, mientras que su asignado protector y guía del infierno es un payaso pedófilo y grotesco que lo aborrece. Al Simmons tiene todo en contra; obligado a ver a su mujer con otro hombre y con una legión satánica a dirigir para matar a Dios, no hay nada qué ganar. La propia compañía que produjo a Spawn no puede meter las manos porque sus creadores, Neil Gaiman y McFarlane, se detestan y se demandan los derechos constantemente, lo que ha resultado en un solo filme injustamente regular.

No hay quién salve ni quién liquide a Spawn entonces. No tiene una misión personal, no tiene a nadie que prenda un reflector pidiendo su ayuda ni podrá hacer absolutamente nada ante la damisela que cae del edificio. Su suicidio sólo causaría que el engendro sea reemplazado y la guerra seguiría. El engendro no muere, no puede salvar a nadie, pertenece a su cloaca de prostitutas y agujas oxidadas sin dinero ni compañeros que le hagan flanco. Su equipamiento es producto del mismísimo mal que Marvel y DC Comics derrotan cada día. ¿Cuál es entonces la motivación de Al Simmons para perseverar y hacer lo que es justo en contra del mismísimo infierno que lo tiene condicionado?, ¿Por qué alguien toma parte de un demonio que está obligado a matar ángeles y sacerdotes?; sin virtudes dignas de admirar ni aplausos efusivos del pueblo agradecido, sin actos heroicos ni parejas a las cuales proteger entre los brazos, ¿cómo se encuentra la Humanidad en una callejuela? ¿Cómo recuperar el espíritu en una iglesia abandonada?