1er lugar Convocatoria NecroFFyL: Jornadas de muerte y erotismo
Pues corrí, no alcancé sino su sombra
o en mi prisa creía que la alcanzaba,
o soñé que corría tras su forma.
-G. Owen
El paso inseguro de los pies de Lucius era lo único que podía escucharse en los profundos túneles de la cripta. Aunque recibían a varios visitantes, Lucius sentía la soledad gélida del pasillo negro no construido por humanos, pero sí para ellos. Le habían prometido que ahí lo encontraría.
Escaleras.
Advirtió el hombre que iba detrás de él con la linterna. Uno pensaría que quien lleva la linterna debe ir al frente, pero no aquí. Lucius se golpeaba en cada esquina, las manos le apestaban al moho de la pared interminable; Lucius se sabía perdido entre los reducidos pasajes subterráneos, pero no debía mostrarse abandonado ante su guía. Lo único que ayudaba a cuidar el paso era su sombra negra serpenteando al frente sobre la tierra blanda, y de cuando en cuando, la voz áspera, ahogada en eco, de aquel supuesto guía.
La reja.
Dijo el hombre de repente y Lucius paró en seco. Notó al frente los barrotes blancos de una reja incrustados en la reducción del pasillo, como queriendo dividir una oscuridad de otra.
De pie frente a la reja, Lucius trataba de vislumbrar algo al otro lado del pasillo. ¿Será aquí? Pensaba para sí mientras contemplaba la reja de hierro cuya cerradura parecía tratar de protegerlos. Un tintineo de llaves resonó por el pasillo al tiempo que el guía esculcaba sus caderas bajo un hábito viejo. Con las llaves en mano, el celador se abrió paso; detrás de él, ya sin luz, Lucius sintió el peso de la oscuridad en la caverna. Luchaba mentalmente por no imaginarse absorbido por unas manos que lo jalaran al detrás oscuro, o perder el paso de un guía malhumorado.
De pie frente al carcelero, Lucius sintió la urgencia de volver a la luz, sintió cómo el vacío rozaba sus espaldas, y cómo el encierro le rompía las manos ante una reja oxidada que en nada podría ayudarle.
El monje se apartó del camino y dejó que Lucius fuera al frente. Apresurado por volver al claroscuro, el visitante cruzó el umbral que se imponía negro y esperó a que el monje cerrara tras de sí la reja con llave. ¿Había que estar agradecidos con esta persona?
Cuidado al frente.
Dio aviso el encapuchado señalando la continuación del pasillo negro.
Lucius siguió adelante aún con el paso inseguro. Notó que tras la reja los caminos ya no se dividían; ya no había que elegir entre izquierda o derecha, recto o desvío, abajo o más abajo. El pasillo, túnel de gusano, se iba reduciendo a un punto claustrofóbico que invitaba, como rescate, a un arranque de ansias que lo obligarían a perderse.
Pero no lo hizo. Nunca se separó del monje. Siguió apoyando un pie al frente, lento el otro, lento el otro, más lento el otro; en cada paso, un fuerte olor de vino amontillado penetraba sus narices y sus poros. Lucius se replanteó la idea de qué era lo que estaba haciendo allí, en aquellos túneles infernales, por qué sufrir ese abandono, por qué someterse a la frialdad de la tierra, por qué no mejor buscar el origen de aquel aroma a vino viejo y beber ahí mismo, con Fortunato o con Hades o con cualquiera que estuviera ahí cerca; ¿qué importaba si nunca encontraba a Damián?, ¿qué importaba si al final todo fuese un timo y lo sepultarían ahí en una fosa abierta, sin su dinero ni su amigo? Sentía que lo importante era huir y no estar ahí en el descenso seguro hacia el quién sabe.
Mientras cavilaba en esas ganas de escaparse por el profundo callejón oscuro, Lucius no advirtió el momento en el que había ingresado a una cámara abierta, amplia como una cúpula, iluminada en las alturas por débiles llamas de fuego como ésa que desde atrás lo había acompañado por la tunelera.
Al extremo de la enorme gruta, Lucius pudo identificar una puerta de roble incrustada en la última pared de la cripta, dispuesta ahí apenas cruzado el corazón de la cúpula abierta.
Haga lo que haga...
Advirtió el monje apenas vio que Lucius se encaminaba por la gruta.
Haga lo que haga...
Repitió en tono severo para insistir en el valor de su advertencia.
...regrese.
Y con luz alta en la mano, volvió a introducirse en las profundidades de la tierra dejando a su acompañante solo, aún más solo, en aquel calabozo de nadas entre el túnel, la luz y la puerta, preguntándose si acaso Damián también había cruzado antes el mismo umbral de trayecto, preguntándose cómo podría hallar el regreso a casa, dónde iba a esperarlo el monje, o si acaso era correcto llamarlo monje.
Vuelto a la vastedad de la cripta y la puerta, Lucius cayó en cuenta que realmente él no quería esto. No quería saber si Damián vivía o si estaba solo. Lo que quería era a él y no esto; no este agujero de nada; túnel sin principios, ni latitudes, ni Damián, aun cuando fuese verdad que ahí estaría. Al menos eso fue lo que le dijeron a Lucius cuando le contaron sobre la caverna: le dijeron que sí, que había un portal para verlo, que costaba tantas monedas, que caminara hasta el final del pasillo y que ahí lo encontraría, como si aquella cripta fuese el prometido y necesario almacén de hombres y mujeres amados. Pero no deseaba esto, no a este falso o verdadero Caronte vigilando sus espaldas en la saturación de la caía más negra, en el camino cerrado que lo introducía hacia útero de un abismo, lejos del árbol, del café de olla y de la biblioteca que tanto hubiera querido mostrarle a Damián. Pero Lucius no llevaba consigo bibliotecas, ni café, ni cigarros, ni nada. Era sólo él ante la sombra de la promesa.
En la soledad del enorme hueco, Lucius tomaba fuerte el picaporte que abría la puerta. Lo tomaba firme. Muy firme, como deseando destruir el pomo antes de poder girarlo. Y así, con la mano empuñada sobre el latón del pomo, Lucius cerró los ojos, tomó un respiro, relajó el cuerpo, y concentró su mente en la oscuridad de los párpados que ya se antojaban mucho más iluminados que los propios pasillos de la cripta.
Dentro de aquel silencio, asido a la puerta, Lucius comenzó a escuchar una débil respiración; no era su respiración, era una respiración. Algo detrás de la puerta inhalaba fuerte, exhalaba suave, y resonaba otra vez con la paciencia de un hombre que está dormido. Un hombre grande, corpulento, de nariz abierta, como Damián.
Lucius pegó entonces el oído sobre la fría madera y dejó ir el picaporte para escuchar con mayor atención aquel respirar que parecía venir de alguien que dormía erguido.
... ¿Damián?
Susurró Lucius, pero la respiración seguía apacible, como quizás lo ha estado durante esos cinco largos años. La rítmica resonancia le hizo recordar a Lucius que Damián siempre tuvo el sueño pesado.
Entonces se quedó ahí, inmóvil, recostado sobre el roble en la caverna, escuchando la respiración apacible que se exhalaba al otro lado. No hubo voces, no miró a nadie, no contempló la silueta de nada. Sólo hubo un descanso pleno luego de haber buscado tanto tiempo esa puerta negra de la que tanto se había hablado en leyendas y libros. Lucius no abrazaba la puerta, lo abrazaba a él, inclinado sobre aquella entrada vieja, separados por un simple girar de perilla.
Lucius se reincorporó despacio, y una vez recompuesto sobre la puerta de roble, dio media vuelta y volvió al túnel por donde había venido.