Compré estos zapatos por órdenes de una mujer
que me dijo compra estos zapatos y podremos bailar.
Y así lo hice.
Llegamos a la boda de no recuerdo quién
pero sí recuerdo el vestido negro con blanco
y unos tacones delgados, también negros;
es todo lo que mis zapatos saben.
No bailamos, es verdad,
pero cuántas veces chocaron nuestras puntas nuevas.
Luego mis zapatos fueron míos
y ya no había nadie que me dijera que no,
que esos zapatos no.
Entonces tomé mis zapatos que eran míos
y vi hermosos adoquines en el suelo
y avancé sobre ellos por el mundo
entre las piezas de un orbe ajedrez.
Con mis zapatos repté la piedra,
recé en catedrales y museos, corrí por mi vida,
me gradué en el viejo recinto de otros caminantes
y ante la mirada escéptica de los más fuertes
mis zapatos anotaron tres goles
y evitaron otros más.
Mis zapatos estuvieron ahí cuando yo me iba
y me aconsejaron salir sin decir adiós
-los zapatos no dicen adiós-.
Calzamos y miramos juntos;
conmigo entonaron fados y nos manchamos de cerveja preta,
me llevaron a Mafra, a Lisboa y a Madrid
donde vimos a Velázquez y a Amália y a Goya
y cuánto sufrieron mis zapatos por el frío en los tranvías,
en los autobuses a Jalisco y a San Diego
cuando veíamos la carretera amplia cruzar el horizonte
y decían debemos recorrerlo todo.
Mis zapatos no dijeron nada cuando vieron a las zapatillas rojas
subir sus talones ante los zapatos de alguien más;
ellos me dejaron seguir bebiendo (acá arriba estaba el problema)
y me sostuvieron mientras lloraba.
Mis zapatos chapotean canciones bajo la lluvia
cada vez que las zapatillas rojas
se apartan abiertas para darle paso a zapatos más limpios y nuevos
y me dicen estamos nosotros, tenemos el desplante
sucios, aplastados, sin ritmo, sin encerar y contigo
igual que tú.
Entonces, con mis zapatos puestos
pateé duro la cama que también a ella contuvo
y andamos al santo porahí.
Nos fuimos al sur por caminos que ni el sol recorría,
allá, mis zapatos y yo conocimos las nubes,
pisamos cavernas poblanas de ritual y guano,
buscamos la felicidad como buscando agua
y el camino fue alegre y frondoso
que es lo único que a mis zapatos importa
porque ya no hace frío
y me dicen qué bien nos andamos en las calles de noche.
Hoy mis zapatos rotos y gastados
-sobre todo el izquierdo-
van cansados a laborar
pero nunca se apartan de mi cama en las mañanas.
Ya no meten tantos goles,
es cierto,
pero cómo nos divertimos
y nos imaginamos veloces como si el cuerpo y la experiencia
no pesaran.
Mis zapatos suturan las heridas de agotamiento,
se llevan la sangre que dejé en el pedregal de Chihuahua,
Guanajauto, Londres, Puebla y Portugal
por pensar en zapatillas rojas, blancas y negras y grises
mis caídas por el alcohol y mis piernas flacas
apenas sostienen el clericot con el que,
irremediablemente,
iré a golpearme al suelo cansado.
Mis zapatos protegieron el dolor de aguantar firme
porque es de lo único que saben.
Mis zapatos preguntan hacia dónde
y ungen mis pies heridos
como un perro.
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