Siempre que pienso en
cómics me asedia una ola de disfraces pintorescos, hombres malencarados y
mujeres ridículamente acinturadas. Me cuesta trabajo apasionarme con tanto
personaje extraterrestre que han salvado al mundo más veces que Will Smith y
Bruce Willis juntos como quien se prepara un café en la oficina agitando un
martillo imposible o cobrando fuerzas de quién sabe dónde. Es difícil que un
súper héroe muera, y si lo hace, será sólo para renacer aún más fuerte, más
invencible, generalmente con una renovada sabiduría e imponencia indiscutible
que nulifica cualquier reacción del más poderoso enemigo. El súper héroe se
convierte en mega héroe, hace falta enfrentarlo a nuevos retos que lo hagan aún
más poderoso y así hasta el infinito; el ciclo se repite.
No quiero que se me
malinterprete. Me gustan los cómics, me gustan los lásers y las mujeres
acinturadas, pero también me gusta la adrenalina del fracaso. No me preocupa,
por ejemplo, una amenaza nuclear inminente si Superman puede contenerla con la
palma de su mano, me aburre el beso entre Gatúbela y el Batman de Nolan cuando
tienen al frente una bomba que volará en 15 segundos, y lanzo sillas y mesas
cuando el archienemigo decide salvar el día en el último minuto redentor. Al
final sólo nos queda aplaudir la prevalencia de la justicia que desde un
principio, lo sabemos, nunca estuvo en peligro, y el Bien, qué gran farsa,
siempre gana.
La industria ha notado
ya este desgaste narrativo. Los villanos no aspiran más a conquistar al mundo
con máquinas gigantes o armas secretas. Ahora, el villano tiene un genuino
conflicto de intereses con el héroe; un deseo humano de venganza. A mi ver, los
mejores antagonistas son aquellos que te convencen el porqué de sus tareas.
Aquí nace una revolución en donde el lector ya simpatiza con el villano,
algunos inclusive se ponen descaradamente de lado de la estrategia más drástica
y agresiva del que supone ser el lado malo. Debatiblemente, la propuesta de
Erick Lehnsherr “Magneto” sobre la nueva era mutante me parece muy convincente.
Ser un Sith o un Jedi es una decisión que exige muchas consideraciones,
mientras que Eddie Brock haría exactamente lo mismo que cualquiera de nosotros
si tuviéramos un simbiote a la mano. Aunque esta nueva generación de villanos
no modificó la postura del héroe, sí planteó una nueva perspectiva de batalla
ante un espectador que ya mira a héroes y villanos como dos iguales, ¿o qué
cínico norteamericano se pondría de lado del Redskull neonazi contra el
imbatible soldado Rogers y sus colores tan disimulados?
Creo que las batallas
finales de uno contra uno son un excelente clímax, pero de ahí ya no hay a
dónde avanzar. Surge entonces la ola de villano tras villano tras villano,
remasterizaciones, películas repetidas y universos alternos que producen
confusión y discusiones sin sentido: ¿quién es el mejor Bruce Banner?, ¿Toby
McGuire o Andrew Garfield?, ¿Cuántas películas de Batman se necesitan para
llegar al chiclocentro del refrito? La repetición sigue pero el resultado no
cambia. Buscando la novedad, se introducen viajes en el tiempo que, aunque
confunden al lector y complican aún más la cronología, permiten ver a un
Charles Xavier joven y renovado. Recientemente y en una estrategia astuta al
respecto, la pantalla chica ha servido para refrescar a la industria con
precuelas narrativas que, aunque bien producidas y de buen planteamiento, no
hacen más que recorrer el mismo camino en reversa. La serie Gotham, por ejemplo, encuadra a perfección
eso que los defensores de Batman enaltecen tanto: la condición humana reducida
al peso de su propia mortalidad.
Llega entonces el
caballo negro de Todd McFarlane con un personaje que se le ocurrió dibujar en
la hoja trasera de su cuaderno de Historia de la secundaria.
Spawn cumple con todo el perfil del superhéroe tradicional, pero curiosamente, aquí
Spawn es el villano: es un enemigo a vencer que amenaza con la humanidad y que
por nada del universo debe salir victorioso.
El planteamiento de la
anécdota de Spawn, en primera vista, ya utiliza razones de censura y
prohibición política. Era difícil que el cómic de Spawn tuviera más auge que el
virtuosísimo Superman cuando introducía descaradamente temas de religión,
clasicismo y drogas. Mientras Marvel y DC combatían por el protagonismo de las
convenciones, Todd McFarlane acomodó una sillita en medio de la guerra y nos
dijo que Spawn, su personaje, tiene la obligación de destruir el reino de los
cielos a cambio de unos minutos con su esposa que para entonces, ya tiene otro
matrimonio.
No sólo eso, Spawn es además
torpe con sus habilidades, desconoce las cualidades que posee y que, encima,
detesta. Spawn no tiene un alterego para descansar y con el cual pueda
mezclarse entre los civiles o pueda esconder su identidad ante los enemigos; en
su lugar, tiene un dejo de humanidad conflictiva y una serie de memorias de
tiempos mejores que lo deprimen y que, a diferencia de Robocop o Wolverine, las
recuerda constantemente y lo hacen permanentemente infeliz con su condición.
Pocas historietas me han conmovido más que ver al monstruoso engendro hablando
con su ciega madre que lo reconoce sólo por su voz y habla con él como si nunca
se hubiera muerto. Su propia hija se refiere a él como “el señor triste” y sus
mejores amigos son unos vagabundos leprosos que protege en aquel sucio callejón
del que no puede salir.
A diferencia de otros
héroes que son protagonistas y líderes de lo que está pasando, Al Simmons es un
peón dentro de una guerra entre el cielo y el infierno que ha existido desde
tiempos babilónicos. El cómic Spawn no es sobre Spawn, se trata de la humanidad
propia: la fe religiosa, la amistad genuina, la corrupción de los ricos,
valorar a los recuerdos y a las personas que amamos. Hay ángeles que están
buscándolo para cazarlo, mientras que su asignado protector y guía del infierno
es un payaso pedófilo y grotesco que lo aborrece. Al Simmons tiene todo en
contra; obligado a ver a su mujer con otro hombre y con una legión satánica a
dirigir para matar a Dios, no hay nada qué ganar. La propia compañía que
produjo a Spawn no puede meter las manos porque sus creadores, Neil Gaiman y
McFarlane, se detestan y se demandan los derechos constantemente, lo que ha
resultado en un solo filme injustamente regular.
No hay quién salve ni
quién liquide a Spawn entonces. No tiene una misión personal, no tiene a nadie que
prenda un reflector pidiendo su ayuda ni podrá hacer absolutamente nada ante la
damisela que cae del edificio. Su suicidio sólo causaría que el engendro sea reemplazado
y la guerra seguiría. El
engendro no muere, no puede salvar a nadie, pertenece a su cloaca de prostitutas
y agujas oxidadas sin dinero ni compañeros que le hagan flanco. Su equipamiento
es producto del mismísimo mal que Marvel y DC Comics derrotan cada día. ¿Cuál
es entonces la motivación de Al Simmons para perseverar y hacer lo que es justo
en contra del mismísimo infierno que lo tiene condicionado?, ¿Por qué alguien
toma parte de un demonio que está obligado a matar ángeles y sacerdotes?; sin
virtudes dignas de admirar ni aplausos efusivos del pueblo agradecido, sin
actos heroicos ni parejas a las cuales proteger entre los brazos, ¿cómo se encuentra la Humanidad en una
callejuela? ¿Cómo recuperar el espíritu en una iglesia abandonada?
Um comentário:
Genial
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