Bien.
Acabo de llegar a nivel 30, el máximo alcance que ofrece el juego para newbies antes de buscar un título de plata, oro, platino y demás.
Puedo confesar que me atrapó bien, que pasé madrugadas jugando como un enajenado y me involucré en todo lo que circula alrededor del juego. Al principio, cuando Conch me introdujo a la mecánica, era muy renuente al sistema. Me fastidiaba pensar que la victoria dependía de una armonía con latinos extraños, quejumbrosos y más hábiles o más torpes que uno. Mi camino por los videojuegos me acostumbró al Solo Mode, incluso en MMOs donde se dedica el tiempo a fortalecer al personaje en un ambiente interactivo. Acá no, acá debes hacer equipo desde el primer día sí o sí. Un reto sumamente complicado por las variantes que eso significa.
No obstante, y para mi sorpresa, son esas variantes las que enriquecen el juego y hacen de LoL, LoL. Aprendí eso una vez que supe ignorar la rabia de los demás. League of Legends es una comunidad en actividad constante, en una partida puedes bullear hasta morir a un contrincante y en la partida siguiente te toca compartir objetivo con ese jugador mismo. La victoria del juego no radica en ser más fuerte, radica en ser más inteligente. Cada juego es una estrategia distinta, si no sabes improvisar y jugar en equipo no habrá habilidad ni berrinche que te entregue la victoria.
League of Legends es, por lo aprendido, un juego de guerra ajedrecista. 5 personas tratarán de alcanzar la base contraria cada quien con su rol, eso significa comunicación y tolerancia. Lástima que la comunicación y la tolerancia no sea algo que el juego enseña. La base del juego es el pingeo y el chat, con lo que el equipo se organiza para obtener objetivos, pero es también en el chat donde se insultan entre ellos, demeritan a cualquier colega y hacen gangrena del error que no necesariamente ha sido lo más grave. Para llegar a nivel 30 hay que soportar todos los insultos que el ingenio infantiloide de Latinoamérica puede ofrecer.
Tuve la suerte de encontrar a un personaje que se adapta perfectamente a mi estilo de juego, y es que League of Legends ofrece cerca de 120 personajes distintos para jugar, cada uno con un sistema, rol y ventajas diferentes. No es un juego de pelea común donde el botón A es el golpe débil para todos y el X es la patada fuerte para todos y gana el jugador que lo presione primero. Aquí los personajes tienen un valor por sí mismos, dan servicio al equipo a su propia manera, ofrecen ventajas y desventajas; eso es lo que hace que cada partida sea un reto.
Lo bueno de League of Legends es que propone al e-Sport en su mejor posibilidad. Un equipo que saca provecho de sí mismo, dependiente de la organización y agilidad mental, poco a poco se va haciendo de fama, seguidores, patrocinios y dinero. ¿Será esa ambición lo que provoque la ira rabietera de cada pibe, lepe, chaval y chamaco? Como al niño que se sienta en la banqueta atufado si sus vecinitos del barrio no le pasan la pelota, hasta hace poco aprendí a ignorar todo tipo de actitud negativa en mis compañeros (siempre obviando sus carencias educativas) y en lugar de reclamar o deprimirme, supe ver mis errores, por mi propia cuenta y entonces iniciar una nueva partida. League of Legends sabe de esta problemática global gratuita y propone un sistema de castigo para quien ofende o abusa verbalmente, pero no es ahí donde está la solución, la solución es: si sabes jugar, enseña; si no sabes, aprende. De nuevo, la mentalidad del jugador promedio siempre trata de culpar otra cosa, sea al compañero, al lag, o al que lleve más muertes. Es decir, El problema y grandeza de éste y todos los demás MOBAs es que estos juegos los ponen en evidencia desde ángulos que ni ellos mismos se conocen ni visualizan.
League of Legends trata de improvisar la empatía; compañerismo, auxilio, ayudar al prójimo en su forma más genuina por el bien común. Cada partida nueva es una estrategia nueva con gente nueva, y eso demanda inteligencia y templanza, algo que no se enseña en ninguna escuela.
Sí, sí recomiendo jugar League of Legends, al menos para saber cuánto eres de darle la vuelta a la tortilla y cuál es tu límite de cólera por lo que un extraño sin cara hace o deja de hacer en Venezuela, Colombia o Argentina, y después odiar al mundo porque es incompetente o porque en retrospectiva, no te conoces a ti mismo.