Cometí la tontería de quedarme
despierto frente a un televisor averiado.
La imagen, quemada por la luz
gris del sábado y del domingo
granulaba una bestia salada
blanca y negra que alzaba su mano
queriendo tocar mi sustento.
Y abrí los ojos porque era tanto
el vidrio que saltaba
lo vi todo con trazos rojos en la
cara
y dolían porque eran mi cara.
Me llevé las manos a la boca
antes pegajosa y abierta
por el dulce que tanto trabajo me
había costado.
Todo tuvo sal entonces:
salada mi mano que se desprendía
salado el camino a casa
salada la casa.
Sal entre los dientes míos y
tuyos
dientes salados.
Salado el café, salado el botón
que enciende el día
salado algo que ella dijo
salados sus pechos que no hace ni
tres días devoraba
en vestidos de arlequina roja.
Salada su boca viva, roja,
sabora,
De sal su cualquier palabra y
todo el cabello hasta los hombros
saladas mis ladillas, tus
ladillas y sus ladillas.
Y Ginsberg y Kerouac y Lispector
y las bragas ahogadas por el sudor
del sexo sin mi sexo
borrachos que se desviaban de
casa para sepultarse en el mar
entre barcos también hundidos
como otras promesas perforadas.
Sal, muchísima sal en la madre
espantada por la sal que se devoraba a su hija.
Sal en el camino, en el fado de
cada portuguesa intacta.
Sal que no volvería a llamar
jamás.
Qué orgulloso estaba el monstruo
de su domingo cualquiera.
Dormido en sus dunas perfectas de
mirador y soberano
donde tanta gente como otra gente
ya está hundida
por su virus blanco
(¿en dónde te embarró su virus
blanco?)
su aburrimiento y tu aburrimiento
dormidos todos los futuros
mientras la sal te caía en la cara.
Luego la pregunta tonta
de que si me enoja la sal
que ha corroído al mundo.
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