“La fe de los
cerdos” es un paseo por las cloacas de la baja sociedad. Es un punto medio
entre lo repulsivo y lo cierto con insinuaciones de violencia, pesadez, hastío
y horror. “La fe de los cerdos” presenta los interiores del estómago, las
vísceras de la tristeza allá abajo, una forma de mostrarnos las tripas de cerdo
antes del guiso.
Comienzo diciendo
esto a manera de sencilla conclusión para que más o menos usted pueda entender
los porqués de lo que voy a señalar en esta apreciación. En primer lugar, la
puesta en escena tiene un muy afortunado escenario. El Foro Subterráneo donde
es desarrollada ya representa justamente el viaje que la obra pretende dar.
Para ver la obra, hay que bajar unos escalones precipitados, sentir la humedad
de la tierra, incomodarse frente a la bienvenida que hace una cabeza de cerdo,
y luego, instalarse dentro de la escena. Así es, cuando vi las sillas de
aluminio colocadas para nosotros a un breve metro de una mesa con vísceras y junto
a un hombre sucio trapeando el piso, pensé que la obra iba a ser de ésas que no
gustan, que caen mal, que mojan al espectador, le acercan un cráneo a la cara y
le gritan a uno de frente. Siendo honestos, yo me senté en la silla con la
guardia arriba, esperando a que en un arranque aquel hombre me echara el
trapeador encima o que un cubetazo nos moje a todos con sangre y mugre. Pero
no, pese a la distancia casi nula entre las sillas y la escena, hubo un buen
respeto al público en todo momento (nos habremos salpicado un poco, pero no fue
intencional) y ese respeto me permitió disfrutar más el horror que se
desplegaba en la penumbra de la sala.
Luego de admirar
ese escenario oscuro, verdadero y sin artificios, nos dedicamos a observar al
indigente que trapeaba. Me gustan mucho las obras que inician antes de que el
público llegue. El hombre trapeaba un poco nervioso y asustado, pero seguía
trapeando con prisa y miedo. La obra busca ser tan palpable y honesta que se
ahorró los protocolos de “le recordamos al público…”, “segunda llamada”,
“principiamos”, etcétera. Nada de eso; aquí desde el inicio se dio prioridad a
la obra misma, sin arreglos falsos, y así fue el resto del evento.
He tratado de
evitar responder sobre qué se trata la obra porque pienso que el no saber qué es
lo que va a verse allá abajo enriquece mucho la experiencia. Lo cierto es que
si en la calle recibe usted un flyer de la obra, considere esto: La peor parte
de “La fe de los cerdos” es esa sinopsis que trae en la publicidad. Ese
fragmento cantinfleado y exagerado sobrecarga lo que obra en realidad ofrece;
es ambigua, repetitiva y engañosa. En parte fue bueno que no dijera bien de qué
va, pero tampoco se vale que pretenda asustar con un desfile de palabras
repugnantes sin fondo ni son. Puedo decirle que la obra busca ser repulsiva,
oler mal, provocar algo de incomodidad en el espectador, y sí lo consigue, pero
de forma amena, nada de hediondeces ni mierda por todas partes. “La fe de los
cerdos” es densa, pero para nada insoportable.
En cuanto la
actuación, increíble el sacrificio que pone cada uno. Fabián, interpretado por
Rogelio Quintana, tiene la vista de loco que se necesita, la voz lastimada, las
manos temblorosas, la suciedad precisa del bajo mundo. Algunas veces sus
discursos sonaban muy artificiales, y eso se nota más cuando todo el escenario
es real, pero Rogelio está a la altura de las exigencias de la obra. Lo mismo o
más está Rosa Peña, quien se muestra sin miedos como una especie de monstruo
feminoide, enajenada, dominante, fuerte y perturbadora. Es en su personaje,
Modesta, que recae mucho del peso de la obra, y lo hace increíblemente bien.
Nunca pierde el piso, no se le nota un ápice de ser humano, es dueña del lugar
completo.
Luego aparece la
doctora Ruvalcaba, quien funciona como el hilo de identificación con el público
al ser la única persona “normal” de toda la obra. A la doctora, interpretada
por Yaundé Santana, le da asco el sitio tanto como al público, reconoce que
apesta, siente el mismo miedo por Fabián que sentí yo cuando lo vi trapeando
con ojos descompuestos, y finalmente, sale corriendo espantada de lo que hay en
el sitio. Pese a ello, creo que a Yaundé se le notan mucho las acotaciones a la
hora de actuar; es decir, algo hay de mecánico en su actuación, y como dije
antes, cuando el escenario usa cabezas de cerdo y vísceras reales, resaltan más
sus movimientos y diálogos ensayados. Sabe llorar, definitivamente, pero su
breve participación me pareció plástica en relación a todo lo demás.
Aunque la doctora
Ruvalcaba es el puente entre público y escena, el personaje que más me agradó
fue el que interpretó Miguel Serna. Toby, un hombre con retraso mental no
parece ser consciente de los horrores en los que vive con sus hermanos. Toby es
sumiso pero no deja de sonreír como idiota, es gracioso cuando debe serlo, da
lástima cuando debe darla, es torpe, servicial y majadero como lo es un
retrasado. Con Serna me pasó lo que con Rosa Peña, dudaba de que hubiera un
actor con vida normal detrás del personaje, pensaba si acaso no son así
realmente, me convencieron de principio a fin. Toby es, a mi ver, el personaje
más natural de “La fe de los cerdos”. Mientras que el resto de los personajes
están conscientes de su trastorno, Toby es feliz en su estupidez, le reza a
Thalía, babea, saca los calzones. Quizá donde me pareció más débil fue cuando
da la plática de su abuelo, que aunque lo hace muy bien, se antojaba más torpe
y menos nostálgica. La historia que relata es terrible, morbosa, pero la cuenta
tan nítidamente bien con su voz de imbécil que uno no se la cree que alguien
como Toby pueda contar esa historia de miedo con una fluidez que no había
tenido durante el resto de la obra. Como digo, no lo hace mal, pero a mi ver le
faltó más entorpecimiento característico del personaje.
Berny es también
un personajazo. Él viene a darle un boost a la escena. Mientras que la doctora
se vomita, Modesta se regocija en la mugre y Fabián huye de ella espantado,
Berny entra a escena bailando una cumbia como quien entra a su casa, pone las
tripas en la mesa como si fuera a hacerse un cereal, y comienza a dar un
discurso potente, energético, que se aleja del asco y en su lugar, lo abraza,
lo celebra, “soy el taquero más chingón” y eso rejuvenece a la obra en el
momento adecuado. Berny es un macho cabrón, un tronco invencible, un hijo de la
chingada. Pienso que un ambiente como éste genera a brutos tales como éste y
por eso, su aparición es precisa y acorde, además, Alejandro Navarrete parece
divertirse tanto como el propio personaje que encarna, se nota natural,
sincero, y su interpretación se disfruta tanto que ese disfrute se lo contagia
también al público. Es agradable ver cómo un actor se divierte de ese modo con
su trabajo.
Luego entra
Fátima Íseck representando a un personaje doble. Catalina es cínica, tramposa,
corrompida por sus hermanos, y uno llega a sentir rencor por cómo trata al
indefenso de Fabián. Ese rencor, aunque justo y noble para el fin de la obra,
contrasta mucho con el otro papel que Catalina presenta en la obra de una
manera tal que hasta ahora no sé cómo digerir. No sé cómo describirlo sin dar
mucho spoiler, pero puedo decir que, aunque el guión así lo exija, ver a dos
personajes tan distintos entre ellos es desconcertante. Para hacer más hincapié
en las diferencias entre, digamos, Caty y Catalina, uno de los papeles es tan
bueno que termina por eclipsar al otro a base de gritos, llantos, desnudos,
humillaciones, para luego convertirse en una mujer despreciable, antipática y
maldita. Es curioso ver cómo en un momento la están ahorcando y sentimos
lástima por ella, pero a la escena siguiente queremos ser nosotros quien la
ahorque, y simplemente ese altibajo de foco a Catalina desconecta más de lo que
uno quisiera. Quizá tiene que ver con la parte en que Catalina es tan engañosa
que efectivamente nos engaña a todos, pero a mí me costó mucho trabajo entender
ese juego. Íseck lo hace de maravilla en su papel de víctima con una
profesionalidad verdadera, luego siento que esa genialidad le estorba a la hora
de desarrollar más al personaje.
Y bueno, éstos
son los actores y sus personajes que llevan a cabo “La fe de los cerdos” en una
obra de buena propuesta que casi parece recriminarnos por comer cerdo, pero lo
hace tan sutil que, si bien es cierto nos sentimos culpables, también aceptamos
nuestra condición de ser animales del asco. Si debo confesar las partes débiles
de la obra, diría, además de la sinopsis que es injusta con la obra, que el final
se siente muy elaborado, después de haber mostrado corazones, tripas, muerte y
vómito, degollar una cubeta no se siente del todo bien. Detallitos mínimos como
ése que finalmente no son culpa de nadie, por ejemplo el uso de drogas que no
vienen a hacer nada ni afectan a nadie, o el aromatizante Glade de color cielo tropical
precioso sobre una mesa podrida con tripas y sangre. También me costó trabajo
entender el plot de la obra, no sabía si Fabián era un carnicero, y no le creí
a nadie cuando se presenta como elevadorista. Huecos como ése no desbaratan la obra,
pero sí obligan a poner más atención de la que uno quisiera. “La fe de los
cerdos” cuenta con un ambiente bastante esférico y un elenco muy profesional,
desinhibido, que entiende el trastorno y muestra la decapitación de la sociedad, sin ser por ello grosero ni repugnante.