Diciembre 2008 - Diciembre 2010
Observe primero el transeúnte el disimulo que presentan los callejones y la gente local. Y sí, digo disimulo porque el pueblo anda -si se puede decir que anda- como si no fuese nada más que un enorme y grandísimo autobús en el que todos los presentes hemos tenido la coincidente fortuna de vernos la cara. La colonial arquitectura puede provocarle a usted una de las siguientes tres posibles miradas en los ojos: La del turista fascinado que cual conejo avanza unos metros para después ocultarse detrás de una cámara y avanzar unos poquitos más. Todos sabemos que esa gente no tiene instinto de sobrevivencia, pero alegran el hueco. Luego viene la del hombre-esponja. La mía, mis ojos como quien camina jugando a ser un parásito de las cafeterías y las bancas del teatro, ése que tiene un pacto medio enfermo y cansino con el balcón de los cafetales y los pedregales con historias tan símiles a las de Don Luis o Don Chamé; el estudiante pone la mirada de enajenado y descifra alguna babosada en las seculares paredes de este viejo virreinato y de sus callejones mugrosos por la cerveza. Es un ridículo, es un falso, pero no le importa. Le viene después, por supuesto, la mirada del nativo, el artesano, el ciudadano local cansado de los desfiles, la danza, la marihuana y el diario trinar "de colores se visten los camos en la primavera" y su pandero hispanomexicano. Sabes que alguien vive en la ciudad porque sus pies van deprisa y sin ver a nadie, sin mostrar fatiga del mejor medio, el paso tras paso. Sin embargo, en el trato directo, esta gente es abierta, es solvente, servicial: "¿Qué anda buscando, joven? Aquí tengo éste y también éste otro, puede probárselos con confianza, si no es lo que anda buscando aquí a dos calles encuentra" y todo es verde, sobra sosiego, sobra amor.
Guanajuato significó para mí un desarrollo más personal que profesional. Su espacio quijotesco me hizo ver lo impedido estoy para caminar con otra persona pero también me hizo ver cuánto me pide mi cuerpo y alma para ir por más y más y más. Conocí alemanes, argentinos, brasileños, españoles, suecos, suizos, noruegos, franceses, canadienses, chilenos, austriacos y la lista continúa incluyendo al infame Kalimán y a sus pantalones sucios de orines y su libreta que nunca se acaba. Conocí cafés increíbles (y no sólo me refiero a la bebida) y el agujero que tomé como departamento propicio para contaminarme en el absoluto de mis delirios y destrucciones. En Guanajuato cicatrizaron mis muñecas en mis manos. En Guanajuato me hice alquitranista pese al dolo de muchos (me incluyo) y mi resistencia a licores fuertes, bueno.. no quiero hablar más de la cuenta.
No es éste el mejor espacio para describir mi cualquier desarrollo alcanzado, lo cierto es que entre viaje y viaje un Samuel se botó de la maleta y otro, como gangrena, como gemelo incrustado, se lo fue comiendo.
La Universidad de Guanajuato (UGTO) por su parte, si bien está un tanto mal administrada, al menos en su nivel posgrado de lit. hispanoamericana, sí está a la altura de lo que se espera de una academia coordinada por gente bien preparada y ubicada en tierra tan artísticamente fértil. Mi salón de 8 compañeros, todos profesores, todos leídos, todos amables, empujó más a fondo el acelerador de este tren subterráneo que he elegido como carrera y ello significa, por supuesto, más consumo de libros y ensayos que muchos me han castigado de excesivos, pero también los han visto concretarse en mi cabeza. Las letras con chinga entran, es lo que concluyo.
En resumen, Guanajuato me tranformó en un flanêur, un silente extraño que va y viene de terminal en terminal buscando -por fin- su estado terminal.
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