Cuando tenía yo unos 8 años encontré en el patio de mi casa a mi cachorro muerto. No recuerdo cómo se llamaba.
Lo lloré un poco, luego lo levanté y lloré más fuerte.
Entré a la casa con el cadáver en las manos para mostrárselo a mi mamá, llorando todavía.
Cuando mi madre lo vio, pegó un grito enorme, como si le hubiera yo mostrado una tarántula o un ciempiés viscoso retorciéndose. Fue tan sonoro su gritó que me dejó a mí callado; la señora dio brincos hacia atrás e hizo muecas extrañas.
Yo no pude más que echarme a carcajadas y olvidarme del animal muerto que traía entre las manos.
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