Para definir lo que es literatura erótica habría que estrictamente dedicarse a definir lo que no es literatura erótica, y lo que ésta logra y pretende con cada una de las palabras obligadamente seleccionadas con cuidado. Sentarse a desmenuzar y clasificar los elementos que la distinguen como tal sería, en cada vez, inventar nuevos requisitos que nada tendrán que ver con la ocasión anterior en la que se ha definido. García Lara acierta en decir “vano sería cualquier intento de análisis o examen del erotismo que no partiera de la previa constatación de su carácter escurridizo y polimorfo”. Con ello entendemos que el erotismo se mueve siempre en un terreno ambiguo e indeterminado. Lo erótico se presenta siempre como algo estrechamente unido al concepto de límite, lo cual forza a establecer hasta dónde pretendemos llegar al momento de guiar al lector hacia un momento sexual, o bien, hacia una insinuación de éste.
Estamos hablando entonces de un género volátil y cambiante, cuya base se encuentra (y esto como premisa del trabajo que aquí presento) en el eufemismo, en el no decir, y en las alusiones (o bien ausencias) que se hacen hacia miembros, acciones y sentires del cuerpo que ante una mención directa podrían ser insultantes o hirientes dependiendo siempre de su forma de presentación. Con esto me refiero a que la literatura erótica, abarcando desde luego también a la poesía, depende del cuidado que el escritor aplique para hablar de una intimidad y una pasión que no excite al lector, sino que lo haga cómplice de un acto que es enteramente personal para ambos. Tal como señala Ana María Moix: “Diríase que con sólo enjuiciar u oir el término ‘literatura erótica’ resultará ya innecesaria toda explicación del mismo, como si expresara por sí solo un contenido, un significado claro, determinado, unívocamente universal con el que todos estuviéramos de acuerdo”. Compartir un sentido tan privado como lo es la sexualidad y la pareja exige mucho tacto a la hora de evocar las ideas que van a darle a la obra el sentido de ser un texto profundo en el deseo personal, pero que cuidando de no hacerlo sentir invasor o punzante.
Para mantener esta diferencia tan delgada y cambiante hace falta, como ya dije, entender lo que no es literatura erótica, y dejarle en claro al lector cuál es la intención de la obra al momento de utilizar ciertas metáforas e imágenes sexuales que puedan ser consideradas ofensivas si no se logran con el tacto adecuado. Aquí habría que pensar en que cada persona va a aplicar las referencias sexuales del texto a su propia sexualidad, y es esta subjetividad, junto con la moral social y el pudor, la que obliga al autor erótico a pensar cuidadosamente sus palabras, y es aquí donde viene el verdadero trabajo del erotismo: ¿cómo recreo algo tan universal y bello como es el sexo en algo tan personal y pecaminoso como es el sexo? El tabú impuesto por la sociedad sobre el tema es lo que forja esta arma de doble filo que el autor debe considerar a la hora de hacer su jugada; tiene que cuidar qué está evocando, cómo lo está evocando y para qué lo está evocando. No tener cuidado en esto sería llanamente poner en la mesa un acto que no solamente es común, sino también castigado.
Es justamente sobre este cuidado como Ana Clavel trabaja y opera en su novela. La autora sabe que el tema que está manejando está confinado a ser un acto deshonroso y despreciable que, si se redacta como tal, como es, como se siente, en lugar de una novela erótica tendremos un testimonio de un pederasta, y no el conflicto sexual y llamativo que siente el personaje principal como víctima de su propio deseo. Mantener un control sobre lo que el lector aprueba y lo que la sociedad reprueba exige de saber utilizar las palabras y encaminar el curso de la historia en un viaje hacia el corazón del hombre apasionado, un viaje que se entienda es sobre la excitación sin hacer mención a ella. El acto erótico se entiende como una subliminación de los simples actos sexuales que se puedan asociar con la belleza y el arte exento absolutamente de todo castigo y censura.
Para fortuna del autor erótico, es sencillo definir qué no es literatura erótica sin ahondar tanto en lo que sí es literatura erótica. Aquí entra un término en general repudiado y tabú como lo es la pornografía, absoluta enemiga del erotismo (la hermana gemela malvada, si se puede decir). Ema Llorente lo expone de la siguiente manera: “La pornografía se siente como un exceso o una superabundancia sin reserva que, en algún sentido, resulta agresiva. Lo pornográfico es descriptivo e imitativo de una realidad externa que copia sin reparos y en detalle”. Estableciendo esta afirmación entendemos pues que el erotismo crea una infinidad de alusiones que pueden inventarse y reinventarse, mientras que la pornografía siempre será una imitación explícita de una realidad que nada tiene que ver con la pasión, sino con la excitación. Es decir, la pornografía es una reacción material en el lector, una excitación directa; en cambio el erotismo, acaso procaz y fuerte, pasa por el filtro del eufemismo y la metáfora para lograr un lenguaje más poético. La pornografía desde luego, no entra en la selección literaria. El acto sexual es siempre el mismo, son los juegos eróticos los que dan la acentuación pasional e innumerable debido su fuerza intelectual. Y es que es el sentido artístico y creativo el que aquí nos ocupa; buscando esa estética, podemos despegarnos del sentido pornográfico o bien, de la perversión del acto sexual, como comenta Ana María Moix “así como el erotismo está íntimamente ligado a la obra de arte en general, ya sea literaria, pictórica o escultórica, la pornografía rara vez guarda relación con lo artístico y pocas son las novelas o relatos pornográficos de los que podamos afirmar que posean una calidad literaria digna de tomarse en cuenta”. Es evidente que el valor de la estética es sobradamente importante y será la metáfora, la alusión y el eufemismo lo que le dé sentido al gusto por la lectura erótica y que, por ello, mantendrá al margen a la pornografía como tal.
Puede verse a la escritura erótica como trasgresora, porque exterioriza una ensoñación-recreación que generalmente se limita al margen de lo privado. La trasgresión reside en exhibir con palabras algo que pertenece al mundo personal de la imaginación o del acto. Desde luego, esto tendría que ver con la violación de determinadas leyes o de seriedad. Es común la asociación del erotismo con el juego y, sobre todo, con un tono intencionalmente relajado. Esto es posible dado que la literatura erótica exalta al amor físico, al pasional, al triunfante, y por ello existe un espacio al júbilo y al juego dada la forma íntima y personal en la que se mueve el erotismo. Su seriedad pues, radicaría en la forma de expresión sobre el acto sexual, y de cómo tener la frialdad para detallar el sexo o la interacción carnal sin llegar a ser por ello explícito o por demás demasiado ilustrado; el erotismo no tiene permiso de ser en extremo revelador, pero sí de reflejar a placer el deseo sexual que el sexo despierta.
Tomando en cuenta que estas licencias están fijadas a términos de autocensura, habría que pensar también que las definiciones a las que está ligada la literatura erótica obedecen a parámetros cambiantes y subjetivos. Más de un lector encasillaría la novela de Clavel como exponente o enaltecedor de la pedofilia sin importar cuánta reflexión o evasión hace el personaje al respecto. Entonces no estaríamos refiriéndonos a literatura erótica, sino a literatura agresora, y aquí volvemos a la búsqueda que defina con exactitud a la literatura erótica, o bien en este caso, al género al que pertenece Las Violetas son flores del deseo.
Existe en ella erotismo pueril que acata las reglas de eufemismo que he estado señalando. Es decir, la autora no revela el deseo por las niñas, sino sólo su deseo como tal. Cierto es que no muchos encontrarán al tema como incitante o sexual, sino lo entenderán como un texto propositivo, arriesgado y perturbante, y si hablamos de culturas sociales más arraigadas, entonces nos estamos enfrentando a una novela absolutamente inmoral y reprobable. Cubrir un punto de vista general se vuelve complicado por la multiforma que tiene el erotismo, y que la novela alcanza a tocar con tintes pasionales y amorosos. Sería necesario plantear el problema del erotismo o de la literatura erótica en relación con la teoría de los géneros y discutir la pertinencia de pensar que puede existir deseo sexual en el estupro y que éste a su vez da pie a subgéneros eróticos. Aunque dicha cuestión rebasa los límites de lo socialmente aceptado, no se encuentra en la novela analizada como un elemento ofensivo o pornográfico, ya que Clavel utiliza la sutileza y la metáfora que hacen la diferencia entre la vulgaridad y el acto sexual. No hay que olvidar que evitando las palabras deshonestas y sustituyéndolas por otras socialmente aceptadas, cualquier tema está permitido entre el público incluido el sexo. José Alonso Hernández lo ve de la siguiente manera: “Tenemos en primer lugar, la designación erótica literal denotativa, es decir, los términos generalmente considerados groseros, razón por la que son rechazados con frecuencia. Este rechazo que, a nivel normativo, extralingüístico desde luego, suele darse también a nivel del habla (“eso no se dice”, “no digas groserías”, etcétera) es el que empuja a la creación de designaciones eufemísticas o metafóricas”. Esta diferencia consiste no sólo en darle forma bella al deseo por Violeta que es de entrada alarmante, sino también dibujarlo a manera amistosa y lúdica para que ningún lector encuentre la novela como grosera u ofensiva. Ana Clavel sabe esto, y cuida su redacción para no dar trámite a la malinterpretación de la novela como un testimonio de un pedófilo, sino como el adentramiento a la visión de un hombre apasionado por las muñecas. Podemos suponer que es la técnica literaria la que rescata o identifica a la obra erótica, y es por ello que sea tan debatible el establecimiento del género. Las palabras en general no son buenas ni malas, ni sucias ni limpias en sí mismas, sino que dependen de la intencionalidad y modo del uso que reciban. Mientras el autor presente un tratamiento de belleza y exaltación más que la excitación explícita y desenfrenada, entonces estamos hablando de una novela erótica per sé.
Naturalmente estoy considerando la cuestión estética en la novela para enfatizar su condición de erotismo y no erotismo. El erotismo y la pornografía no se distinguen ya por su contenido más o menos explícito, ni por su léxico más o menos directo, sino por la presencia de un filtro que opera en lo erótico y que en Las Violetas son flores del deseo funge como censura ante un tema tabú y terriblemente castigado por las sociedades actuales como lo es el libido en sí. Para desarrollar el relato, Clavel aplica lo que parece ser la estética erótica adecuada para no caer en la vulgaridad, pesadez, o dicho en mejor forma, pornografía.