-¡¿A las tres de la mañana?! ¡¿Qué estás pinche loco?!- Gruñó mi mujer después de ver la hora. -Te va a dar una pulmonía, acuéstate a dormir y no digas más pendejadas-.
Entonces no pude más que soltar un suspiro triste, en el vientre no traía para más. Me sentía como observándola desde un precipicio, o un lugar parecido a ése al que quería llevarla. Sin embargo, el reloj, extraordinariamente imponente, se ganó toda la lógica.
-No puedo dormir, tengo frío- -Echa otra cobija y no me fastidies-. Concluyó ella dándome la espalda en la cama; y yo de pie al otro extremo, guardando ese silencio que me había pedido, deseaba con toda mi fuerza desbaratar cualquier reloj que se me pusiera al frente. Pero no tenía por qué enojarme con los relojes, ellos no eran culpables de que mi mujer ignorara la razón por la que quería yo irme al mirador un momento. Y tal vez era mejor que no la supiera.
El mirador de la ciudad; un paraje en la montaña antes de llegar a la caseta abandonada de radio que corona a la montaña. La vista desde aquel lugar era magnífica. Antes de casarme, acostumbraba tanto irme allí por la madrugada y ver cómo las estrellas caminaban como arañas por la noche, o cómo el Hotel Central era el primer edificio en recibir los rayos del sol por la mañana.
En ese mirador el ruido no existía. Ni las puertas cerradas, ni los malos gestos. Me era imposible quedarme en la cama llena de frío y tan extremadamente pegada al suelo.
Tomé mis llaves, pasé al cuarto de la bebé para darle un beso, y salí de mi casa.
II
Con sólo pensar lo remoto que sería toparme con una persona tan insípida (como quien resuelve el frío con cualquier cobija) en un lugar como ése me reanimaba. Me sentía como dándole la espalda, sin excepción, a todo el mundo.
Igual me hubiera dado encontrar allá arriba una alcachofa o una silla vieja siempre que se evitara cualquier aseveración de lo que es [a su irrefutable juicio] lo verdadero. ¿Quién en el mundo podría describir semejante cosa? Y mientras me embotaba en pensamientos al azar propios de los filósofos (abogados a sus leyes y locos a su locura), apresuré el paso. No podía dejar que las voces de mi mujer supieran a dónde iba, y me alcanzaran allí.
Finalmente, y con poco esfuerzo, llegué hasta el mirador, y antes de poder soltar cualquier idea, vislumbré a la orilla del paraje a una pequeña niña viendo desde el borde a la ciudad dormida.
Su tez albina, carente de tonos cualesquiera, reflejaba la luz de la luna; y su cabello largo como la distancia de su cabeza al suelo reflejaba a su vez la luz de las sombras.
Cuando sintió mi presencia volteó a verme. Permaneció sin moverse un tiempo. Yo noté que la niña, en aquella quietud, no reflejaba ningún susto, ningún gesto, ningún nada. Y aunque todo me llevara a pensarlo, estaba seguro que no era aquello un fantasma, ni un disparate producto de mi alucinación, sino que se trataba absolutamente de una verdadera niña con piel blanquísima sola en un mirador a las tres de la mañana.
-¿Está usted perdido, señor?- me preguntó -Lo estoy- contesté yo.
-¡Vaya!- exclamó con sarcasmo -¿y ahora va usted a decirme que esperaba encontrar aquí arriba algún camino...?-
III
-Lo que sea que me encontrara- le dije -no iba a ser una mujer en cama gritándome "estás bien pinche loco" como si la locura fuese la situación de quien se ha quedado en un limbo de sí.-
La niña pareció entenderme, cosa que me dio algo de miedo al principio.
-Yo no he gritado tal cosa- dijo a voz media -y si así lo hiciera ¿pasaría usted a estar loco por sólo decirlo?-.
Me era imposible dejar de ver el color de su piel; sus manos apoyadas en el barandal parecían estar hechas de leche y sus ojos los parecía haber perdido.
-Le diré, yo no creo en los que están sanos- prosiguió ella dejando de verme para voltear a ver la luna -no concibo a alguien que cree tener la certeza para describir qué está retorcido y qué no lo está; ¿cómo se describe a alguien que ha escapado de cualquier razón?...-
Guardamos silencio, sentíamos conocernos desde hace mucho.
-Y bien, ¿Quién ha tenido la pretensión de llamarlo a usted loco?-
No pude más que sonreír, me sentía a gusto entrando en su juego, aun cuando yo no tuviera ese color de piel, o las cuencas vacías.
-Fue mi esposa. Es tan extraño que hayamos logrado tener a una hija ella y yo. A veces, cuando estaba mi mujer embarazada, creía que la bebé iba a nacer deforme- callé en cuanto acabé esa sentencia; lo que acababa de decir no tenía ninguna cabida-
-Mi bebé es como tú- le dije como queriendo olvidar el último comentario -no distingue locos, ni personas, ni realidades. Solamente existe y ya. En esa simple existencia se encanta y digiere del mundo todo lo que de él capta-
-ya veo. Entonces sí que es como yo- exclamó bajo una sonrisa, y luego de un breve silencio, declaró -Discúlpeme el atrevimiento al decir esto, señor, pero yo creo que su esposa no existe; al menos no como existe su hija que para usted está más presente que esa ciudad entera a la que vemos abajo.- La niña volteóme a ver, y tras avanzar unos pasos hacia mí, preguntó con inocencia -¿lo que su mujer quiso decir con eso era que usted estaba mal de la cabeza?-
Fue cuando esbocé la sonrisa más sincera que jamás me había brotado desde hace mucho, mucho tiempo.
-¿Yo mal de la cabeza? ¡Hah! Si fue eso lo que intentó decirme, entonces no pudo haber estado más equivocada- le dije mientras me hincaba. -Al menos en esta noche, me encuentro perfectamente sano-.
Entonces no pude más que soltar un suspiro triste, en el vientre no traía para más. Me sentía como observándola desde un precipicio, o un lugar parecido a ése al que quería llevarla. Sin embargo, el reloj, extraordinariamente imponente, se ganó toda la lógica.
-No puedo dormir, tengo frío- -Echa otra cobija y no me fastidies-. Concluyó ella dándome la espalda en la cama; y yo de pie al otro extremo, guardando ese silencio que me había pedido, deseaba con toda mi fuerza desbaratar cualquier reloj que se me pusiera al frente. Pero no tenía por qué enojarme con los relojes, ellos no eran culpables de que mi mujer ignorara la razón por la que quería yo irme al mirador un momento. Y tal vez era mejor que no la supiera.
El mirador de la ciudad; un paraje en la montaña antes de llegar a la caseta abandonada de radio que corona a la montaña. La vista desde aquel lugar era magnífica. Antes de casarme, acostumbraba tanto irme allí por la madrugada y ver cómo las estrellas caminaban como arañas por la noche, o cómo el Hotel Central era el primer edificio en recibir los rayos del sol por la mañana.
En ese mirador el ruido no existía. Ni las puertas cerradas, ni los malos gestos. Me era imposible quedarme en la cama llena de frío y tan extremadamente pegada al suelo.
Tomé mis llaves, pasé al cuarto de la bebé para darle un beso, y salí de mi casa.
II
Con sólo pensar lo remoto que sería toparme con una persona tan insípida (como quien resuelve el frío con cualquier cobija) en un lugar como ése me reanimaba. Me sentía como dándole la espalda, sin excepción, a todo el mundo.
Igual me hubiera dado encontrar allá arriba una alcachofa o una silla vieja siempre que se evitara cualquier aseveración de lo que es [a su irrefutable juicio] lo verdadero. ¿Quién en el mundo podría describir semejante cosa? Y mientras me embotaba en pensamientos al azar propios de los filósofos (abogados a sus leyes y locos a su locura), apresuré el paso. No podía dejar que las voces de mi mujer supieran a dónde iba, y me alcanzaran allí.
Finalmente, y con poco esfuerzo, llegué hasta el mirador, y antes de poder soltar cualquier idea, vislumbré a la orilla del paraje a una pequeña niña viendo desde el borde a la ciudad dormida.
Su tez albina, carente de tonos cualesquiera, reflejaba la luz de la luna; y su cabello largo como la distancia de su cabeza al suelo reflejaba a su vez la luz de las sombras.
Cuando sintió mi presencia volteó a verme. Permaneció sin moverse un tiempo. Yo noté que la niña, en aquella quietud, no reflejaba ningún susto, ningún gesto, ningún nada. Y aunque todo me llevara a pensarlo, estaba seguro que no era aquello un fantasma, ni un disparate producto de mi alucinación, sino que se trataba absolutamente de una verdadera niña con piel blanquísima sola en un mirador a las tres de la mañana.
-¿Está usted perdido, señor?- me preguntó -Lo estoy- contesté yo.
-¡Vaya!- exclamó con sarcasmo -¿y ahora va usted a decirme que esperaba encontrar aquí arriba algún camino...?-
III
-Lo que sea que me encontrara- le dije -no iba a ser una mujer en cama gritándome "estás bien pinche loco" como si la locura fuese la situación de quien se ha quedado en un limbo de sí.-
La niña pareció entenderme, cosa que me dio algo de miedo al principio.
-Yo no he gritado tal cosa- dijo a voz media -y si así lo hiciera ¿pasaría usted a estar loco por sólo decirlo?-.
Me era imposible dejar de ver el color de su piel; sus manos apoyadas en el barandal parecían estar hechas de leche y sus ojos los parecía haber perdido.
-Le diré, yo no creo en los que están sanos- prosiguió ella dejando de verme para voltear a ver la luna -no concibo a alguien que cree tener la certeza para describir qué está retorcido y qué no lo está; ¿cómo se describe a alguien que ha escapado de cualquier razón?...-
Guardamos silencio, sentíamos conocernos desde hace mucho.
-Y bien, ¿Quién ha tenido la pretensión de llamarlo a usted loco?-
No pude más que sonreír, me sentía a gusto entrando en su juego, aun cuando yo no tuviera ese color de piel, o las cuencas vacías.
-Fue mi esposa. Es tan extraño que hayamos logrado tener a una hija ella y yo. A veces, cuando estaba mi mujer embarazada, creía que la bebé iba a nacer deforme- callé en cuanto acabé esa sentencia; lo que acababa de decir no tenía ninguna cabida-
-Mi bebé es como tú- le dije como queriendo olvidar el último comentario -no distingue locos, ni personas, ni realidades. Solamente existe y ya. En esa simple existencia se encanta y digiere del mundo todo lo que de él capta-
-ya veo. Entonces sí que es como yo- exclamó bajo una sonrisa, y luego de un breve silencio, declaró -Discúlpeme el atrevimiento al decir esto, señor, pero yo creo que su esposa no existe; al menos no como existe su hija que para usted está más presente que esa ciudad entera a la que vemos abajo.- La niña volteóme a ver, y tras avanzar unos pasos hacia mí, preguntó con inocencia -¿lo que su mujer quiso decir con eso era que usted estaba mal de la cabeza?-
Fue cuando esbocé la sonrisa más sincera que jamás me había brotado desde hace mucho, mucho tiempo.
-¿Yo mal de la cabeza? ¡Hah! Si fue eso lo que intentó decirme, entonces no pudo haber estado más equivocada- le dije mientras me hincaba. -Al menos en esta noche, me encuentro perfectamente sano-.
3 comentários:
Jajaja yo creo que si estás dañado, pero bueno jaja
Mmm te digo algo?? la imagen de tu profile me da miedo =/
Hola! Intenso escrito por cierto...
besos
Hay wey... estubo muy bueno aun y que yo siempre pienso en finales catastroficos
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