A la entrada del departamento vi a un escarabajo bocarriba peleando por vivir. Agitaba sus patas con velocidad y cansancio. Agradecí por él que el gato no estuviera en ese momento, para que muriera a su ritmo y meditara insectamente lo que está por venir. Seguí mi camino y me alisté para ir a ver a mi abuela en el hospital.
La última vez que la vi fue en su casa, encamada con poco movimiento y un respirador con el que intercambiaba aire por palabras. Mi abuela aún hablaba, tenía siempre su sentido del humor aunque sus frases estuvieran mutiladas por los años. Ochenta y seis años que se resumían en una mujer intachable para su esposo y su familia. Ese día la visité a ella y a mi abuelo para recopilar algunas de sus historias en texto, a petición de mi padre que desde hacía meses atestiguaba con ellos el fin de todas las cosas.
Meses de insistencia y acoso de mi padre hacia mí porque el hombre todavía pensaba que me gustaba escribir, o probablemente porque fui el único petardo en una familia de ingenieros que estudió Humanidades. En cualquier caso yo era su única opción para poner el legado de sus padres en un libro, una manera muy romántica de eternizar a las personas más queridas, pero que también requiere mucho trabajo.
De camino al hospital pensaba en esta labor a la que no podía negarme por el cierto deber de honrar a mis abuelos, a quienes quise mucho y ellos a mí, pero mi divorcio con la escritura era más fuerte. Pensaba también en el escarabajo a la puerta de mi casa, ¿quién iba a tener la responsabilidad de escribir la historia de este escarabajo? Nacido y muerto solo, a merced de un posible gato merodeando o un descarecido puntapié. Pensaba en todo lo que tendría que hacer para redactar un texto más o menos interesante, acerca de una pareja de ancianos como tantas otras parejas de ancianos, con un rancho como tantos otros ranchos, y unos nietos en general bien portados, por no decir aburridos. Pensaba en la juventud de mis abuelos, en su rol como fundadores del pueblo donde vivían, en las horas nalga que iba a dedicarles, en mis primos, en nuestros juguetes desparramados, en los caballos, la tierra, las navidades, las casas de árbol, el escarabajo. En todo menos en que iba de camino a ver a mi abuela morir.
Burlé con dificultad el acceso a la sala, donde yacía mi abuela abanicada por mi tía y asistida por dos máquinas o no sé qué. A diferencia de cómo la vi allá en el pueblo hace un par de semanas, mi abuela aquí aparecía adormilada, y en lugar de frases cortas clamaba un gemido de dolor suave y constante, una especie de gruñido incómodo, como si algo permanentemente le incomodara. Tomé su mano que flotaba inmóvil en el barandal de la cama, y con una estrechez le agradecí todos los años que estuvimos con ella. Luego de un tiempo le di un beso en la mejilla y regresé a mi rutina. Antes de irme, dejé un Blissey en el gimnasio del hospital, para que me la cuidara. Blissey es conocido como el pokemon de la sanación, en una forma muy discreta e incomprensible, pero muy mía de demostrar que mi abuela me importa, como quien voltea un santo o prende una veladora.
No me sentí mal ni triste de ver a mi abuela en sus últimas horas de vida, porque fueron muchísimos los años que la disfrutamos. Hasta sus últimos días mi abuela nunca necesitó la asistencia de nada, no era de bastones ni andadores, no requería bypasses ni anteojos, acaso unas buenas sandalias y ropa cómoda, era suficiente para atender la cocina, los bisnietos, el jardín, ir a misa. Siempre salía a recibirnos cuando escuchaba el coche llegar a la puerta, y preparaba el café en una mesa eternamente servida y presentable.
Cuando volví a mi departamento, el escarabajo ya no estaba.
A la madrugada del día siguiente, justo 12 horas después de verla, me llama mi madre para comunicarme que mi abuela oficialmente había fallecido. Me vino a la mente la última imagen que tenía de mi abuela, su rictus de fastidio y su gemido de molestia, su cuerpo desparramado en una cama pequeñita. Y me sentí afortunado. Supe después que había sido mi padre quien la vio morir, haciendo guardia con ella en el hospital esa madrugada. Mi padre dormitaba cuando las máquinas emperazon a pitar y entraron los enfermeros para reanimarla, pero al entrar, mi padre, un hombre entendido en la espiritualidad y en los planos trascendentales, levantó la mano.
Mi padre estuvo con el cuerpo de su madre un par de horas más, yo evito pensar en lo que habrá cruzado por su cabeza en ese periodo que suena agotador y espeluznante. Imagino a mi padre viendo con calma el cuerpo de mi abuela, agradecido y contento por la suerte de haber tenido tan buena familia que habían formado juntos, sus años de formación con el maíz, los nogales, los tractores, cuando volvía a casa con ellos para comer de sus tortillas y dormir feliz en un pueblo sin coches y sin bancos.
El funeral se planeó con mucha agilidad y coordinación, en buena medida porque toda mi familia siempre ha sido muy unida y se entienden muy bien. Desde que mi abuela enfermaba se turnaban para ir a atenderla, comprarle las máquinas y colchones que necesitara, traerla o llevarla de Chihuahua y vuelta, asegurarse de que en su reposo mi abuela estuviera siempre bien. Yo apoyé con algún vaso de agua.
Para el funeral, mi hermano se regresó de sus vacaciones en Monterrey, sacrificando todo su plan pagado, mientras mi hermana había vuelto a la ciudad desde Austin donde vivía con su esposo. Yo cerraba la recepción del hostal unas cuantas horas, ofuscado porque mi trabajo requiriera de mi eterna presencia, pero entendiendo que le debo más a mi familia que a mis huéspedes.
Ese domingo dejé a los huéspedes a su suerte y salí al pueblo a sepultar a mi abuela con mis hermanos. Había una actitud tranquila, de mucha resignación y agradecimiento. Mi abuela fue una buena abuela, nos dio a unos buenos padres, y los mejores buñuelos que se hayan probado. Llegamos a tiempo para sacar el féretro de la misa, pronto me llamaron para ayudar en llevar a mi abuela hacia el carro fúnebre, y entre varios ayudamos a mi abuela a que llegara a su destino. El pueblo tenía un aire muy limpio, un cielo muy abierto, era un día lleno de luz y aire fresco, sumado por la cantidad titánica de flores y plantas que acompañaban a mi abuela como a una duquesa o monarca.
Por alguna razón, durante el recorrido al panteón del pueblo, yo tenía una ansiedad insana por ir caminando al lado de los coches. No sé por qué sentía esa inquietud, la de caminar, mientras veía a mis tíos y amigos pasar en sus carros, y yo a pie, sobre la tierra con la que jugué por años, bajo el sol novodeliciense, junto a las vacas pastando el campo y el estadio de beisbol que no era sino una muralla con tres butacas. Tal vez sí sé por qué quería hacerlo. Perdí la cuenta de la cantidad de personas que me insistían que me subiera a los carros, que aquí hay lugar, que está muy fuerte el sol, que por qué vas caminando. Solo yo lo entendía, como el Blissey o mi reflexión con el escarabajo. Finalmente mi madre me convenció con la advertencia de que para cuando yo llegue, el entierro ya habrá terminado, y no quería privarme del honor de poner la tierra sobre el ataúd de mi abuela. Así que me subí a una camioneta un poco inconforme pero también sabiendo que no se trataba de mí sino de ella.
Uno a uno nos despedimos de mi abuela antes de enterrarla. Me dio gusto verla dormir tan tranquila, tan plena de paz y descanso. Pude ver o sentir el beso que le di en la mejilla aquella vez última, y fue mi regalo para acompañarla bajo tierra. Cuando me relevaron en la pala, un huésped empezó a marcarme eufórico o molesto porque unos niños le habían hecho algo a su carro, porque quería sacarlo de la cochera y no sabía cómo, señor, le dije con la calma que inundaba el evento donde me encontraba, señor en estos momentos literalmente estoy sepultando a mi abuela, bueno pero cuándo vuelves, no lo sé, estoy en el funeral de mi abuela, insistí como para que le cayera el veinte de que estaba en algo mucho más prioritario, bueno pero más o menos como en cuánto tiempo vuelves. Increíble que con tan pocas palabras uno sepa tantas cosas, menos el amigo que estando al teléfono no escuchaba lo que le estaba yo diciendo o que asumía que su coche sería para mí más importante que despedirme de mi abuela. Por un segundo me molesté con mi oficio, este servicio de 24 horas a tercos que no entienden al ser humano, al menos éste. Pero no le permití al fulano arrebatarme del momento y le di una cantidad cualquiera. Apagué el teléfono y retomé la pala. Al final yo pensaba en un escarabajo más que en él.
Había mucha gente llorando, sobre todo mi hermana que desde la superficie le prometía a mi abuela tantas cosas para el futuro, tantos recuerdos, tantas lágrimas de felicidad y duelo. Yo lloré en algunos momentos del entierro, pero pensaba más en sentirme agradecido por todo lo que mi abuela había formado. Mi padre se mantenía estoico, dando palabras, dando abrazos, dando palas, pero no lloró en el funeral de la abuela.
Había en mí una especie de satisfacción de madurez y ascendencia presente, un cariño permanente que me abrazaba y me daba consuelo. Supe así que por delante tenía muchas cosas por hacer en pos de ella. ¿Quién si no yo haría lo que debo hacer? Hubo que comprar un nuevo teclado, hubo que hacer clic en el procesador de textos sepultado entre archivos y emuladores, como quien busca a su exnovia para rescatar alguna especie de identidad o condición de sentirse útil para alguien. Absorbo de mí lo que tengo, mi piel seca de tierra, mis cabellos de maizal, los dedos de mis manos y de mis pies enlodados de charcos, la satisfacción de ser un brote traído y fértil que ahora mismo redacta.
Mi padre no lloró en el funeral de la abuela, y viendo estas palabras siéndose escritas, quiero pensar que sé por qué.