domingo, 25 de setembro de 2022

Reino Aventura

 

Cargo 38 años,

una torre de 45 tazos, una foto con mis hermanos en Reino Aventura

con una barriga de niño en pose afeminada

porque en los noventas ser niño estaba bien:

Las computadoras daban miedo,

el futbol era una batalla por la paz

donde fui el médico en una guerra sin heridos.

Las niñas me daban miedo.

Yo podía vencer a DiveMan en el Megaman IV,

pero Chucky me daba miedo,

y las niñas me daban miedo.

Pero tenía todos los hielocos de Coca-Cola

y un estricto horario de ver Nintendomanía a las 10 de la mañana.

 

Alguien, no sé cuándo,

me celebró una publicación de quién sabe qué:

La defensa del agua, un cuento sobre un libro mágico, era cualquier cosa;

me llenaron de aplausos y teorías de color.

Pero también, es cierto, tenía un 2 en matemáticas

y un 5 en educación física

porque nadie quería hacer la guerra conmigo o con mi pelota,

ni responder a mis cartas;

tengo 99 revistas de Club Nintendo

pero ninguna una carta.

 

Será que allá, en los noventas

todo se vino abajo

cuando abrí algún desafortunado libro:

Una argentina que hablaba de monstruos.

Un francés de extraterrestres imperiales.

Un mexicano y sus pueblos fantasma.

Un japonés me habló de los horrores en la escuela

y una cosa llamada "I Love You" iba, irremediablemente, a extinguir a la humanidad.

Y pensé

qué feos son los monstruos,

los aliens, los fantasmas,

los muñecos, los hackers,

los muertos, las escuelas,

los partidos que no se juegan,

los libros que no entiendo,

los jefes finales, los tazos,

las niñas bonitas en las fotos;

eso sí me aterra.

Alguien explíqueme de dónde vienen

las niñas que nos aterran.

Porque capturé a los monstruos,

besé a los fantasmas, me tatué a los muñecos,

sabía más de futbol que todo el cuadro de honor de la escuela,

pero mi nombre se quedaba en un banquillo

pensando en que no entiendo el teorema de Pitágoras

y que ayer habían ganado las Chivas.

 

En estos 38 años que ve usted aquí

Se nota el oído ensangrentado de un tipo que se acostó con mi novia

que luego me dejó.

Se escucha el volantazo que di para salvar a otra novia,

que también me dejó.

Se siente la cicatriz que me costó a una novia,

que después me dejó.

Se saborean las aguas de una novia

que muy pronto me dejó.

 

Todas ellas vieron en estos ojos

a un hombre que ya no parece un hombre

sino su propio algo.

Por eso mi luz

y por eso mi balón

y porque todo desaparece

en una escala de después-te-llamos.

Espaldas como espadas y son cosas que uno ve de lejos.

Yo me quedo escondido en una foto de Reino Aventura

porque además ya no existe Reino Aventura.

 

Hola, tengo 38 años y 1,217 pokemones.

Pregúntame lo que quieras sobre Matrix.

¿Quieres ver mi mapa a escala de Silent Hill en Minecraft?

Hola, me pasé todo el Mario Kart con tres estrellas en cada circuito.

 

Pero luego las veo jurando amor

(esas niñas que aterran)

a gente que no sabe nada sobre Matrix,

ni tiene pokemones, ni jugó al Silent Hill,

ni conquistó Lisboa, ni mató a Chucky,

ni entienden el teorema de Pitágoras;

pero al menos son otros,

y ser otros

está muy bien.

sexta-feira, 1 de julho de 2022

Tú sabes qué es y no contestas

 Hace un par de noches, a mis 35 años, me hice mi primer tatuaje visible para el mundo. No es mi primer tatuaje, por eso subrayo lo visible. Tengo un par en las muñecas cubiertas siempre por mangas largas o pulseras, tengo uno en el pecho debajo de la clavícula que solo juzgan doctores o fantasmas, y uno en la espalda del que acabo de acordarme ahora. 

Éste no es como ninguno de ellos, tatuajes míos que fuera de la cama nadie se hubiera enterado que los llevo encima. Éste lo he dispuesto deliberadamente en el costado izquierdo de mi cuello, grande, redondo, donde no hay camisa que lo cubra ni suegro que no lo juzgue. Un rayón feo y garabateado como afrenta contra lo bello, y sin embargo ¿quién en pleno 2022 se prepone con el derecho de decirle a otra persona qué hacer y qué no hacer con su cuerpo?


Mi tatuaje es una estupidez, no como los anteriores que obedecen a una regla intrínseca e irreprobable de mi concepto de tatuaje. El tatuaje es una cicatriz que hemos elegido tener, dijo alguien en algún libro que no pienso levantarme a consultar ahora, porque quien quiera que sea también está equivocado. El tatuaje gemelo que llevo en las muñecas, por ejemplo, representa una parte de mi formación adultescente, cuando todo lo que había hecho y estudiado en mi vida no tenía sentido en el siglo XXI y sin embargo el mundo (mi gobierno y mi familia) me prometía arcas de fortuna si cumplía con esos requisitos. Ese mínimo 6 en matemáticas, ese volver a la casa antes de las 10pm, ese te levantas para irte a la escuela aunque te muelan a golpes porque yo digo que vayas a la escuela aunque te muelan a golpes. Mis tatuajes en las muñecas son una especie de encadenamiento que he convertido en meditación de mi propio infortunio que no es mío sino el de millones de adolescentes como Jonathan Davis o Ufuoma Yurie.


De modo que soy un convencido de que el tatuaje simboliza algo. No digo que el tatuaje deba simbolizar algo, digo que el tatuaje simboliza algo. Un tatuaje grotesco, sarcástico, encriptado, costoso y barato son un mensaje que queremos exponer de manera permanente. Cuando te tatúas el nombre de tu novia no te estás tatuando a tu novia, te estás tatuando la ilusión del amor, la figura erótica del otro, la nomenclatura de lo que tú creías era la felicidad. En algún post vi un tatuaje de Bob Esponja en forma de gallina con el lema “TaTtoOs HaVe to bE mEaNinGfuL” a manera de arremedo o provocación a quienes creemos semejante discurso, y es ese tatuaje el que me da la razón de lo que estoy diciendo: el tatuaje no significa nada, pero es en sí un discurso. ¿O no sabemos ya algo, a partir de este tatuaje de Bob Esponja, sobre ese anónimo que se lo ha tatuado y lo ha subido a internet para que todos nos enteremos del mensaje? ¿No es eso, de una manera pessoanesca, contradictorio y a la vez cargado de toda la razón?





Pues bien, visualizando el mensaje y no el significado, y bajo la experiencia anterior del deber explicar qué significan mis tatuajes en las muñecas, me he hecho el garabato redondete y asimétrico en el cuello donde nadie en cinco metros a la redonda pueda ignorarlo. Quiero que me pregunten por mi tatuaje en el cuello, un tatuaje descompuesto y dibujado por un zurdo desde una mano derecha. Oye, ¿qué significan tus tatuajes en las muñecas? Me preguntan cuando alguien vislumbra las pequeñas muñecas que tengo tatuadas en las muñecas. Aah, respondo, significa que tengo muñecas en las muñecas, y levanto la mirada con rostro de punchline como si esperara risas grabadas o un redoble de tarola. Desde ahí obtengo dos respuestas posibles: 1) la persona se ríe conmigo, sabe que eso que acabo de decir es una estupidez aunque sea cierto. Samuel se ha tatuado muñecas en las muñecas para poder decir que tiene muñecas en las muñecas. Un chiste barato por el que no vale la pena tatuarse absolutamente nada, como aquella viñeta de Cyanide & Happiness donde un sujeto se corta el brazo y pierna izquierda para poder declarar con certeza absoluta “I’m all right”. Es gracioso pero estúpido y solo una caricatura como ésa, o como yo, podría hacer semejante cosa. Qué baboso. 2) El cuestionatario en cuestión hace una mueca de fastidio infalsificable, como contagiado por la estupidez antes de haberla inteligido, y me tacha de estúpido, irreverente y poco necesario para la continuidad de la charla. Ante cualquiera de estas dos reacciones, la chida y la mamona, derivadas también por la relación que haya con la persona que pregunta, viene de mi parte una contrarrespuesta en la que, según mi interés por la relación con la persona, conservo el chiste sin gracia que compré por los $1500 que me costaron los tatuajes, como un chiste one hit wonder con el que le sujete me recordará para siempre, o me dispongo a reírme de la tontería y procedo a explicar el valor auténtico del tatuaje en tema. Explicar ese particular tatuaje da un poco de pereza y miedo social, porque simboliza, como dije antes, un momento en mi desarrollo adultescente donde necesitaba de un par de muñecas para mantenerme mentalmente sano. Si la persona me importa lo suficiente como para explicar el evento que precede al tatuaje, con gusto olvidamos la gracia como una prueba fehaciente de mi comedia muerta, y relatamos la historia, de la que esconderé un par de detalles a menos que la persona los pida, así sabré que realmente está interesada en mi formación o sólo tenía curiosidad. En la contraparte, si le sujete hace su mueca y me da la espalda, habréme ahorrado una amistad innecesaria y podré seguir tomándome mi cerveza sin mayor intervención dele extrañe aquele.


En el caso anterior y mejor, la conversación dará pie a que la noche tenga un tono y una justificación de haberla pasado ahí en ese bar o esa fiesta y no en la cama masturbándose. La pregunta que le deriva es que, o yo pregunte por tatuajes de la contraparte a manera de intercambio de relatos, o la persona misma pida más historias como las de las muñecas en las muñecas. Entonces pasamos al tatuaje de la clavícula y tocamos temas de música, de versos, de religiones, de ta ta tá, y la convivencia se dispara a partir de la elección de mi contranauta que ha decidido escuchar la historia.


El tatuaje que me hice en el cuello pretende invitar a la otra persona que no quiso escucharme, la que en su dimensión me hizo una mueca de imbécil y me dio la espalda. El tatuaje en el cuello es una carnada para ése que no vio a las muñecas en mis muñecas y que irremediablemente caerá en el juego del chiste estúpido y desde ahí estará forzado a entablar un duelo conmigo: ¿estás escuchando lo que yo te estoy diciendo o lo que el tatuaje te está diciendo?


Para disipar ya toda incógnita, porque sin duda mi lector que ha cumplido el hito de este párrafo está o con la esperanza de que describa el mentado tatuaje, o lo deje para siempre en el limbo infame del final abierto, describiré qué ocurre con el rayón evidente del cuello, lo bastante arriba para que sea visible pero lo bastante abajo para que no me hagan jetas en las fiestas sociales. 


Mi tatuaje del cuello es una silueta rechoncha y enorgullecida de la cintura, un globo a medio aire y que sin embargo parece que aún puede flotar. Tiene un cierre de silueta mal cerrado que sin embargo cierra a la fuerza, como si la mano se ajustara al error para poder terminar el dibujo aunque sea sabido, por la mano misma, que el trazo no se puede terminar. Sin embargo la silueta cierra la forma del globo con un corte triangular, incómodo, inoportuno, forzado, pero al final la silueta cierra, y la mano termina con una sensación de haber conseguido algo a pesar de las dificultades o de la humillación de saberse incapaz de dibujar un círculo perfecto. La circunferencia es clara, está realizada, bajo las capacidades y limitantes de la mano o la persona que ha hecho el trazo torpe, desfigurado pero completo.


Ésta es la explicación que le cedo a usted lectore, que ha dedicado su valioso tiempo en leer hasta acá en lugar de escrolear contenido de tiktok donde debería haber contenido de twitter, o cuatro ads por cada platillo que se come un amigo al que ya no frecuenta. Así es como luce el tatuaje de mi cuello, una silueta que ante todo pronóstico plástico consigue cerrarse, y que al verla de lejos carece de estética o sentido, pero tiene forma y representación evidente, tan evidente que se convierte en un tatuaje en mi cuello y el motivo por el que llegamos a estas líneas de este apartado.


Pero, para el inmortal que viene de otra dimensión a mi dimensión, y no ha visualizado esa abstracción piccasa antes, le devolveré su pregunta del qué es con otra pregunta: ¿Quieres que se lo muestre al gato para que él te diga lo que es? Porque hasta un gato lo sabría. Y entonces vendría la dualidad de respuesta que ya he representado en el ejercicio anterior de las muñecas en las muñecas.


Ante mi contra pregunta sólo puede haber una respuesta acertada, no necesariamente correcta sino acertada. A esa respuesta que debe ser la acertada puedo darle la continuidad inversamente proporcional a las muñecas. Si las muñecas, por ser un chiste claro recibo un rechazo, el posterior por ser un chiste oscuro debería recibir una aceptación que en el acto conllevaría a la confirmación de la charla que el chiste oscuro provocaría. Cultura pop, igualdad de generaciones, incluso tiempo en internet, la respuesta acertada haría el vínculo de todas esas circunstancias y yo podría gritar entonces ¡Dignidad! ¡No sabes lo que es la dignidad cuando la ves!


Y entonces, para confirmar una plausible amistad significativa, la otra persona me contestaría…. tú me contestarías…


terça-feira, 3 de maio de 2022

L.F.M.: 100 tiros de ruletas rusas

 ¿Qué te viene a la cabeza cuando piensas en futbol mexicano? 

Si tienes mi edad, 35 años, recordarás como yo aquellos gloriosos torneos largos con Gerardo Torrado, Pavel Pardo, Ramón Ramírez, Jorge Campos, cuando el título de campeón duraba más de dos meses; esa generación de llaneros talentosos que le dieron silueta al futbol en los ojos de un niño. Cuando se sangraba la camiseta, cuando ganar un clásico era motivo de festejo en serio y los medios tenían voces icónicas representando el sabor de la victoria o la derrota de manera imparcial. Los padres llamaban a los cuñados y sacaban su televisión al jardín para preparar la carne asada, el Estadio Azteca le sacaba canciones a Calamaro, en las escuelas se intercambiaban estampillas.

Yo recuerdo al futbol mexicano como una forma de unificar amigos y familias. Era el tema que podía sacar en el barrio como un disparo para hacer amigos. Poner un balón en la calle era una especie de invocación esotérica en el que había el entendido de que quien viniera al llamado estaría dispuesto a destruirse las rodillas. Ver la liga mexicana por televisión era particularmente un gran incentivo para salir a probarnos porque en el fondo sentíamos que esa palurdez con la que jugábamos era suficiente para imitar lo que veíamos en las pantallas de los años 90. Un futbol torpe pero talentoso, lento y preciso, con aguante a la zancadilla pero penales fallados, un futbol pues que nos representaba como la  cultura violada pero luchona que somos tanto en la cancha como en la guerra. 

Daba la sensación de que por ser mexicanos podríamos jugar a ese futbol también, no podríamos aspirar a jugar como Deco, Zidane, Ronaldo o Batistuta. Éramos, y lo sabíamos, versiones reducidas de Benjamín Galindo, Matador Hernández, Miguel Herrera, Luis García. Y nos gustaba porque era una forma de ser coherentes con nosotros mismos. Antes de rodar el balón, como si de una puesta en escena se tratara, los partidos comenzaban primero con una repartición de personajes como quien pide la bendición de un santo o espera ser poseído por tal nombre: ¡Pido ser Hugo Sánchez! ¡No, me toca a mí ser Hugo Sánchez! ¡Entonces soy Cuauhtémoc Blanco! Y así arrancaba el Granjas FC vs Deportivo Nuevo Paraíso, donde íbamos a reventarnos los tenis contra el asfalto y a exponer la nariz en diez balonazos, inspirados por el 4-0 contra EUA de esa tarde o la noticia de que fuimos eliminados por Alemania. Aunque nuestro partido no se televisara, también éramos parte de ese futbol. 



En eso pienso yo cuando pienso en el futbol mexicano. Me conmociona cuando al decir cosas como "le ganamos a Brasil" y alguien responde, incrédulo y un poco testarudo, con "¿cómo que ganamos? ¿a poco tú jugaste?". No sabría cómo o para qué explicarle que al futbol mexicano de una u otra manera lo formamos todos. De ahí que la afición pese, de ahí que llamemos "los 4 grandes" a los que deberíamos llamar "los 4 populares", de ahí que exista el concepto del doceavo jugador. 

Cuando era niño, por ejemplo, opté por irle a las Chivas en una franca declaración similar al ritual de salir del clóset. Lo decidí porque las Chivas me regalaron una imagen que se me quedó grabada como fotografía: mi padre, mis tíos, amigos de la familia, vecinos, todos estábamos reunidos en la sala para ver y celebrar la final entre Guadalajara y Toros Neza del verano 97. Me decanté por las Chivas no porque mi familia fuera de las Chivas, de hecho ellos siempre han sido más bien del tipo "yo le voy al que gane", sino porque ser fan del Guadalajara fue mi manera de agradecerles esa reunión en la sala que no volví a ver en mucho tiempo. Ser chiva era una decisión que venía acompañada, por supuesto, de por ley tener que enemistarse con el América o de quien sea que hable mal del rebaño, y quizás así lo hice un tiempo, pero años después tuve una novia, declarada americanista más o menos por la misma razón que la mía por ser chiva, y nuestra relación tenía mucha chispa gracias a ello. Aprendí pues que ser hincha de un equipo no significaba discriminar al otro, o que no tendría yo derecho a reconocer cuando el América jugaba bien, "¿pos no que eras de las Chivas?" solían reclamarme mis amigos si aplaudía un gol del ame, cosa cuyo origen entendía, pero tampoco me sentía limitado a no poder reconocer que un equipo jugara bien.

Hoy el futbol mexicano es una cosa muy extraña, pensando en esta nostalgia de la que estoy hablando. Las aspiraciones del jugador mexicano ahora es migrar a Europa, y está bien, pero hay algo de sentido de pertenencia que se pierde un poco. Los intercambios entre jugadores suceden sin respeto a la playera y la culpa de una derrota viene más derivada de fallas administrativas que del tronco delantero. En lugar de tener una generación de jugadores con ganas de pelear por el gol, que sería lo esperado si venimos de una escuela tan aguerrida como Carlos Hermosillo, Héctor Reynoso o Miguel Herrera, el FutMex se fue convirtiendo poco a poco en un escaparate de estrellitas cotizadas que luego los vemos manejando un Ferrari o bebiendo caro en un hotel.

Con ello, a manera de fichas de dominó, el periodismo deportivo también se fue volcando hacia un sistema incómodo para quienes queremos escuchar reconocimiento al deporte y conclusiones más sensatas. Tenemos opciones como Futbol Picante o La Última Palabra que pretenden ser incendiarios con provocaciones entre los panelistas, en un formato más parecido a un talk show que a una discusión coherente, luego Récord lo intentó con escorts como Jimena Sánchez en pijama en una burda y ofensiva intención de atraer audiencia, o Jean Douvenger y su Futbol Para Todos que era más bien Venga la Alegría mezclado con Sabadazo. Ya no tenemos a un Juan Villoro con su Dios Redondo o a Jorge Valdano haciendo poesía crónica. Supongo que es ingenuo pedir literatura deportiva en pleno 2022, pero sí debemos pedir una competencia periodística que restaure la gloria del futbol mexicano aunque éste se niegue a hacerlo.

Eder Bayuelo pidió lo mismo, o eso siento. Eder como yo parece haberse cansado del pésimo periodismo actual, ése que dejó atrás al debate imparcial a cambio de un espectáculo gritoneado donde Álvaro Morales es un comediante amateur y Hugo Sánchez tiene que poner sus trofeos en la webcam para recordarnos que él es Hugo Sánchez, porque ya se nos olvida. La dupla Martinoli-García pasa más tiempo burlándose de Jorge Campos que describiendo el juego, y aunque llega a ser divertido, me pone a pensar en las opciones de periodismo deportivo que tengo, porque estos dos hablan más de Caliente,mx o Farmacias del Ahorro que del partido en sí. 

Opciones como Leyendas del Futbol Mexicano, una que nace desde la carencia del buen periodismo, y busca hablar de una forma muy sobria sobre lo desplegado en la cancha y la historia que dicho partido representa. Eder no se influencia por tal jugador que cobra tanto o juega en Bulgaria o dijo equis cosa del América, le importa la huella que dejó, que está dejando o que puede dejar si hace las cosas bien con la pelota. Le importa, es lo que veo, que el estrellato de un futbolista se gane por talento y por garra, con goles de antología, con atajadas de fotograma, con trazos perfectos al ángulo, esas estampas inolvidables que lo inspiraron a reunir a un equipo igualmente hastiado del sensacionalismo de Marín y de Faitelson, y hacer un canal de Youtube donde los inmortalizaría, como una contraréplica a la producción abaratada de revista del corazón.

El formato de esta contraréplica funciona. LeyFutMex llega a sus audiencias de una manera inteligente y gratuita: internet. No tocaré el tema de si la televisión será devorada por el navegador como lo fue antes la radio, pero sí quiero reconocerle a Eder que supo darle al periodismo deportivo el upgrade que necesitaba y en el que otros como ESPN o Marca no han sabido reproducir, porque están casados con un periodismo obsoleto, o no saben operar en las redes sociales, baste ver los títulos de ESPN en la cabecera de sus resúmenes en Youtube: PIETRA EXPLOTA CONTRA MAURICIO PEDROZA. ÁLVARO SE PELEA CON RAFA. Ugh.


 

No así LeyFutMex que se muestra sincero y natural, viendo al público a los ojos, que detiene la charla un momento para contarte una anécdota personal como en un bar con un colega, y que en lugar de vomitarnos aceite para autos o portales de apuestas, produce su propia mercancía y la muestra ante su público como un esfuerzo propio de salir adelante; lo hace sin mentiras, un genuino interés por buscar nuestro apoyo para que juntos siguamos hablando de futbol como queremos que se hable de futbol, sin tratar como tontos a nadie, sin perder minutos con productos irrelevantes o clamor de subscripciones, sin corbatas ni amarillismos. LeyFutMex habla de la liga y de los jugadores con una óptica certera y amistosa, lo bastante callejera para sentirme identificado y con el suficiente conocimiento y entendido periodístico que requiere ese tipo de labores. Eder jamás reprueba opiniones encontradas, por el contrario, le da el micrófono a cualquier persona que quiera sumarse al diálogo. En él veo a una persona comprometida con el periodismo deportivo honesto, uno que viene alimentado por el amor al deporte más que al dinero, cargado de un compañerismo de vecindario como el que traté de reflejar en los primeros párrafos de este texto. Siento a Eder como un compañero de la misma batalla, contra el amarillismo y la provocación mediática. Particularmente le agradezco, por ejemplo, que nos comparta sus experiencias en sus idas al estadio porque aquí donde yo vivo no tenemos equipos de primera división y ésa es una manera muy virtual pero directa de conocer la experiencia de ir a ver un juego con amigos. No me imagino, por ejemplo a Alex de la Rosa o a Ciro Procuna relatando sus conclusiones del partido desde el asiento H-12. Bayuelo sí. 

Por eso es relevante que el periodismo futbolístico se relacione con su audiencia desde el futbol y no desde la nota. Porque el anhelo y la emoción en el futbol viene siempre acompañada del orgullo y de las cualidades que tenemos para mostrarle al mundo. En el fondo a eso se refería el Chicharito y evidentemente el periodismo no lo entendió. Porque el periodismo de ahora no se esfuerza por entender al muchachito parado entre dos piedras a riesgo de un atropello. LeyFutMex es una celebración de nuestra historia como nación. El futbol es un lenguaje que usamos en todo el mundo para mostrar nuestro poder sin herir a nadie. Un poder organizativo, dinámico, entendido, efectivo, alabado. Quiero que LeyFutMex siga creciendo porque es una manera de decirle al país cómo queremos ver al futbol, y que más personas se sumen y corrijan sus errores, como LeyFutMex también sabrá corregir los suyos. Me gusta pensar en el futbol como un gran espacio de asombro y compañerismo, de honor a quien honor merece y de construir la historia de manera memorable. Creo que LeyFutMex lo consigue porque ha sabido adaptarse a las necesidades del aficionado mexicano con los medios que están a la mano. Felicito a Eder y a su equipo por estos 100 episodios de ruleta rusa, por lo que hacen también por el futbol femenil, por tener un contacto verdadero con su público como ningún otro, por las horas nalga que le dedican a su trabajo y por darle a este chivista frustrado un colega más con el cual hablar sobre las leyendaaas del fuuuutbool mexicano.




Canal LeyFutMex

Cancheras


 

quarta-feira, 6 de abril de 2022

Mi padre no lloró en el funeral de la abuela

        A la entrada del departamento vi a un escarabajo bocarriba peleando por vivir. Agitaba sus patas con velocidad y cansancio. Agradecí por él que el gato no estuviera en ese momento, para que muriera a su ritmo y meditara insectamente lo que está por venir. Seguí mi camino y me alisté para ir a ver a mi abuela en el hospital.


La última vez que la vi fue en su casa, encamada con poco movimiento y un respirador con el que intercambiaba aire por palabras. Mi abuela aún hablaba, tenía siempre su sentido del humor aunque sus frases estuvieran mutiladas por los años. Ochenta y seis años que se resumían en una mujer intachable para su esposo y su familia. Ese día la visité a ella y a mi abuelo para recopilar algunas de sus historias en texto, a petición de mi padre que desde hacía meses atestiguaba con ellos el fin de todas las cosas.


Meses de insistencia y acoso de mi padre hacia mí porque el hombre todavía pensaba que me gustaba escribir, o probablemente porque fui el único petardo en una familia de ingenieros que estudió Humanidades. En cualquier caso yo era su única opción para poner el legado de sus padres en un libro, una manera muy romántica de eternizar a las personas más queridas, pero que también requiere mucho trabajo.


De camino al hospital pensaba en esta labor a la que no podía negarme por el cierto deber de honrar a mis abuelos, a quienes quise mucho y ellos a mí, pero mi divorcio con la escritura era más fuerte. Pensaba también en el escarabajo a la puerta de mi casa, ¿quién iba a tener la responsabilidad de escribir la historia de este escarabajo? Nacido y muerto solo, a merced de un posible gato merodeando o un descarecido puntapié. Pensaba en todo lo que tendría que hacer para redactar un texto más o menos interesante, acerca de una pareja de ancianos como tantas otras parejas de ancianos, con un rancho como tantos otros ranchos, y unos nietos en general bien portados, por no decir aburridos. Pensaba en la juventud de mis abuelos, en su rol como fundadores del pueblo donde vivían, en las horas nalga que iba a dedicarles, en mis primos, en nuestros juguetes desparramados, en los caballos, la tierra, las navidades, las casas de árbol, el escarabajo. En todo menos en que iba de camino a ver a mi abuela morir.


Burlé con dificultad el acceso a la sala, donde yacía mi abuela abanicada por mi tía y asistida por dos máquinas o no sé qué. A diferencia de cómo la vi allá en el pueblo hace un par de semanas, mi abuela aquí aparecía adormilada, y en lugar de frases cortas clamaba un gemido de dolor suave y constante, una especie de gruñido incómodo, como si algo permanentemente le incomodara. Tomé su mano que flotaba inmóvil en el barandal de la cama, y con una estrechez le agradecí todos los años que estuvimos con ella. Luego de un tiempo le di un beso en la mejilla y regresé a mi rutina. Antes de irme, dejé un Blissey en el gimnasio del hospital, para que me la cuidara. Blissey es conocido como el pokemon de la sanación, en una forma muy discreta e incomprensible, pero muy mía de demostrar que mi abuela me importa, como quien voltea un santo o prende una veladora. 


No me sentí mal ni triste de ver a mi abuela en sus últimas horas de vida, porque fueron muchísimos los años que la disfrutamos. Hasta sus últimos días mi abuela nunca necesitó la asistencia de nada, no era de bastones ni andadores, no requería bypasses ni anteojos, acaso unas buenas sandalias y ropa cómoda, era suficiente para atender la cocina, los bisnietos, el jardín, ir a misa. Siempre salía a recibirnos cuando escuchaba el coche llegar a la puerta, y preparaba el café en una mesa eternamente servida y presentable. 

Cuando volví a mi departamento, el escarabajo ya no estaba.


A la madrugada del día siguiente, justo 12 horas después de verla, me llama mi madre para comunicarme que mi abuela oficialmente había fallecido. Me vino a la mente la última imagen que tenía de mi abuela, su rictus de fastidio y su gemido de molestia, su cuerpo desparramado en una cama pequeñita. Y me sentí afortunado. Supe después que había sido mi padre quien la vio morir, haciendo guardia con ella en el hospital esa madrugada. Mi padre dormitaba cuando las máquinas emperazon a pitar y entraron los enfermeros para reanimarla, pero al entrar, mi padre, un hombre entendido en la espiritualidad y en los planos trascendentales, levantó la mano.


Mi padre estuvo con el cuerpo de su madre un par de horas más, yo evito pensar en lo que habrá cruzado por su cabeza en ese periodo que suena agotador y espeluznante. Imagino a mi padre viendo con calma el cuerpo de mi abuela, agradecido y contento por la suerte de haber tenido tan buena familia que habían formado juntos, sus años de formación con el maíz, los nogales, los tractores, cuando volvía a casa con ellos para comer de sus tortillas y dormir feliz en un pueblo sin coches y sin bancos.


El funeral se planeó con mucha agilidad y coordinación, en buena medida porque toda mi familia siempre ha sido muy unida y se entienden muy bien. Desde que mi abuela enfermaba se turnaban para ir a atenderla, comprarle las máquinas y colchones que necesitara, traerla o llevarla de Chihuahua y vuelta, asegurarse de que en su reposo mi abuela estuviera siempre bien. Yo apoyé con algún vaso de agua.


Para el funeral, mi hermano se regresó de sus vacaciones en Monterrey, sacrificando todo su plan pagado, mientras mi hermana había vuelto a la ciudad desde Austin donde vivía con su esposo. Yo cerraba la recepción del hostal unas cuantas horas, ofuscado porque mi trabajo requiriera de mi eterna presencia, pero entendiendo que le debo más a mi familia que a mis huéspedes.


Ese domingo dejé a los huéspedes a su suerte y salí al pueblo a sepultar a mi abuela con mis hermanos. Había una actitud tranquila, de mucha resignación y agradecimiento. Mi abuela fue una buena abuela, nos dio a unos buenos padres, y los mejores buñuelos que se hayan probado. Llegamos a tiempo para sacar el féretro de la misa, pronto me llamaron para ayudar en llevar a mi abuela hacia el carro fúnebre, y entre varios ayudamos a mi abuela a que llegara a su destino. El pueblo tenía un aire muy limpio, un cielo muy abierto, era un día lleno de luz y aire fresco, sumado por la cantidad titánica de flores y plantas que acompañaban a mi abuela como a una duquesa o monarca. 


Por alguna razón, durante el recorrido al panteón del pueblo, yo tenía una ansiedad insana por ir caminando al lado de los coches. No sé por qué sentía esa inquietud, la de caminar, mientras veía a mis tíos y amigos pasar en sus carros, y yo a pie, sobre la tierra con la que jugué por años, bajo el sol novodeliciense, junto a las vacas pastando el campo y el estadio de beisbol que no era sino una muralla con tres butacas. Tal vez sí sé por qué quería hacerlo. Perdí la cuenta de la cantidad de personas que me insistían que me subiera a los carros, que aquí hay lugar, que está muy fuerte el sol, que por qué vas caminando. Solo yo lo entendía, como el Blissey o mi reflexión con el escarabajo. Finalmente mi madre me convenció con la advertencia de que para cuando yo llegue, el entierro ya habrá terminado, y no quería privarme del honor de poner la tierra sobre el ataúd de mi abuela. Así que me subí a una camioneta un poco inconforme pero también sabiendo que no se trataba de mí sino de ella.


Uno a uno nos despedimos de mi abuela antes de enterrarla. Me dio gusto verla dormir tan tranquila, tan plena de paz y descanso. Pude ver o sentir el beso que le di en la mejilla aquella vez última, y fue mi regalo para acompañarla bajo tierra. Cuando me relevaron en la pala, un huésped empezó a marcarme eufórico o molesto porque unos niños le habían hecho algo a su carro, porque quería sacarlo de la cochera y no sabía cómo, señor, le dije con la calma que inundaba el evento donde me encontraba, señor en estos momentos literalmente estoy sepultando a mi abuela, bueno pero cuándo vuelves, no lo sé, estoy en el funeral de mi abuela, insistí como para que le cayera el veinte de que estaba en algo mucho más prioritario, bueno pero más o menos como en cuánto tiempo vuelves. Increíble que con tan pocas palabras uno sepa tantas cosas, menos el amigo que estando al teléfono no escuchaba lo que le estaba yo diciendo o que asumía que su coche sería para mí más importante que despedirme de mi abuela. Por un segundo me molesté con mi oficio, este servicio de 24 horas a tercos que no entienden al ser humano, al menos éste. Pero no le permití al fulano arrebatarme del momento y le di una cantidad cualquiera. Apagué el teléfono y retomé la pala. Al final yo pensaba en un escarabajo más que en él.


Había mucha gente llorando, sobre todo mi hermana que desde la superficie le prometía a mi abuela tantas cosas para el futuro, tantos recuerdos, tantas lágrimas de felicidad y duelo. Yo lloré en algunos momentos del entierro, pero pensaba más en sentirme agradecido por todo lo que mi abuela había formado. Mi padre se mantenía estoico, dando palabras, dando abrazos, dando palas, pero no lloró en el funeral de la abuela. 


Había en mí una especie de satisfacción de madurez y ascendencia presente, un cariño permanente que me abrazaba y me daba consuelo. Supe así que por delante tenía muchas cosas por hacer en pos de ella. ¿Quién si no yo haría lo que debo hacer? Hubo que comprar un nuevo teclado, hubo que hacer clic en el procesador de textos sepultado entre archivos y emuladores, como quien busca a su exnovia para rescatar alguna especie de identidad o condición de sentirse útil para alguien. Absorbo de mí lo que tengo, mi piel seca de tierra, mis cabellos de maizal, los dedos de mis manos y de mis pies enlodados de charcos, la satisfacción de ser un brote traído y fértil que ahora mismo redacta. 


Mi padre no lloró en el funeral de la abuela, y viendo estas palabras siéndose escritas, quiero pensar que sé por qué.