Supe de un matrimonio muy joven que estaba pasando por momentos difíciles.
La pareja tenía una hija de cuatro años, y su situación económica los llevó a tener que vivir en una casa de asistencia pensada más bien para jóvenes estudiantes. La pareja de esposos compartía con otros tres muchachos la cocina, el baño, los pasillos, la lavadora y las llaves de la casa. El único espacio medianamente íntimo para ellos (y digo medianamente íntimo porque todo el tiempo estaba con ellos la niña) era la habitación de dimensiones enclaustradas; se han visto en cualquier pueblo de Lisboa armarios mucho más grandes que eso.
Ahora, yo no soy quién para determinar el valor que tiene un verdadero hogar, aposento de una familia, pero sí sé de los placeres que es vivir con tu pareja y este par de jovencitos casados se esmeraba por mantener esa bendición intacta a pesar de los ajenos estudiantes que debían tolerar por las mañanas sirviéndose café en lo que era su mesa de comedor, en lo que era su mañana. Refunfuñaban cuando el baño estaba ocupado por alguno de estos inquilinos con sabor a intruso, y pobre de aquél que no deje en la despensa un espacio accesible para guardar el cereal favorito de la niña. Tristemente estos otros inquilinos eran una peste resultante por los problemas económicos que pasaban, pero hacían lo posible, como ya hemos visto, de vivir a sus anchas como cualquier pareja normal, así sea simulando la absoluta propiedad de tener una casa en donde algunas veces te topabas a una cucaracha que va por los pasillos con una toalla en la mano.
La noche, por otra parte, y pese a las delgadas paredes que dividen los cuartos, era algo muy de ellos. Sólo había que esperar a que la niña en el colchón del piso se quedara profundamente dormida. Había que esperar a que se dieran las dos de la madrugada para tener la certeza de que el rechinar de la cama no iba a despertarla. Algunas noches, sin embargo, ni eso les importaba. Hacían el amor en su cuarto diminuto, sobre la cama de prisión como si vivieran en el nido de sus sueños. Cogían y se amaban en el mismo espacio donde una niña de cuatro años comenzaba a entender los ruidos de la noche.
La joven pareja ahogaba los gemidos, tenían que hacerlo. El agudo crujir de la cama ya era motivo suficiente para llamar la atención de cualquier vecino que se encontrara en el cuarto contiguo, despierto aún a las dos de la mañana, haciendo tarea, o escuchando los fuertes vaivenes mientras escribía en una hoja de blog.