.porque soy matagatos.
Yong-Pe no era un gato que se dijera bonito. Mi abuelo lo halló en una carretera del pueblo no muy lejana a sus plantíos de alfalfa, y allá donde sólo él, sus caballos y su camioneta oxidada cruzaban para llevarse las pencas de nopal a casa. Lo encontró arrollado.
El gato, no mayor a unos 3 años, tenía la cabeza apoyada sobre una piedra mientras que su vientre y estómago estaban totalmente despanzurrados. Cuando mi abuelo lo encontró el gato estaba vivo; maullaba al sentir la presencia del hombre como pidiendo por auxilio. Mi abuelo tomó entonces una piedra y lo machacó ahí mismo en el suelo haciéndole el favor al infeliz animal. Sin embargo el gato no moría.
Con algo de sorpresa, mi abuelo dejó a un lado su condición samaritana y prosiguió su camino. Después de haber terminado de arar, mi abuelo por una extraña corazonada, sacó la pala de su cuarto de herramientas y se la llevó de regreso a casa.
En el camino de vuelta, encontró que el gato aún estaba a moribundo y maullando como apenas le alcanzaba.
Sin ningún escrúpulo, y confiando en que aquello era lo necesario, el hombre tomó la pala y lo golpeó con toda la intención de matarlo definitivamente. Yong-Pe exhalaba un gemido después de cada palazo que recibía alzando un poco la cabeza, y a veces alcanzaba a levantar la pata para cubrirse de aquel pesadísimo ataque, pero no moría.
Convencido de la perseverancia que el animal tenía, mi abuelo terminó por dar media vuelta y dejar a la suerte al gato en la terracería.
-Qué bueno que decidiste hoy irte a la labor caminando. -comentó su esposa cuando le contó la anécdota-. Quién sabe cuánto tiempo llevará el animal ahí aplastado.
Al día siguiente, mi abuelo usó la camioneta para ir a sus plantíos. Manejaba despacio buscando el manchón negro en medio de la carretera, sin poder explicarse a sí mismo por qué el gato iba a seguir allí, inmóvil y maullando como lo encontró la primera vez en el día anterior. Cuando llegó hasta él, bajó de la camioneta, le dio algunas patadas en la cabeza, y el gato reaccionó con un maullido. Por algún tipo de sensación de respeto, mi abuelo tomó al gato, y lo echó en la cajuela de su mueble para llevárselo a su casa, sin tener certeza de qué hacer con él.
Por la tarde, al volver a casa, se fue con el gato al jardín de su casa, y lo metió en un saco para después colgarlo de un árbol como si fuera un costal de boxeo.
-¡¿Pero qué estás haciendo, viejo loco?!- exclamó mi abuela. Vas a lastimar a ese pobre animal.
Cuando le oyó decir esto, mi abuelo esbozó entonces una ligera sonrisa, y comenzó a moler al gato a palazos como queriendo, efectivamente, lastimarlo.
Ante la violencia inmesurada y el espantoso lloriqueo del gato, mi abuela se metió a la casa y dejó al hombre en su infame tarea de darle muerte a ser tan extraño. Algunos días después de fracaso tras fracaso, mi abuelo me llamó para ver qué se podría hacer con el felino; pero más que eso, yo casi estoy seguro de que mi abuelo me llamó para contarme la verdadera historia del gato Yong-Pe.
Yong-Pe nunca murió de ninguna forma humanamente posible. Lo azotamos contra el piso, lo estrellamos en cada árbol, lo asfixiamos hasta el cansancio, lo envenenamos, y jamás hemos podido siquiera matarlo un poco. Ningún machete logra partirlo, y ninguna de sus heridas puede desangrarlo por completo. Yong-Pe había nacido para estar vivo y ni mi abuelo ni yo entendíamos la explicación de aquella situación tan afortunada. Finalmente optamos por respetárselo y lo conservamos en el patio de la casa; mallugado, lastimado, aplastado y fracturado, pero bien vivo. Aún en ocasiones me gusta patearlo en la nuca para maravillarme de su propia insistencia.
El gato, no mayor a unos 3 años, tenía la cabeza apoyada sobre una piedra mientras que su vientre y estómago estaban totalmente despanzurrados. Cuando mi abuelo lo encontró el gato estaba vivo; maullaba al sentir la presencia del hombre como pidiendo por auxilio. Mi abuelo tomó entonces una piedra y lo machacó ahí mismo en el suelo haciéndole el favor al infeliz animal. Sin embargo el gato no moría.
Con algo de sorpresa, mi abuelo dejó a un lado su condición samaritana y prosiguió su camino. Después de haber terminado de arar, mi abuelo por una extraña corazonada, sacó la pala de su cuarto de herramientas y se la llevó de regreso a casa.
En el camino de vuelta, encontró que el gato aún estaba a moribundo y maullando como apenas le alcanzaba.
Sin ningún escrúpulo, y confiando en que aquello era lo necesario, el hombre tomó la pala y lo golpeó con toda la intención de matarlo definitivamente. Yong-Pe exhalaba un gemido después de cada palazo que recibía alzando un poco la cabeza, y a veces alcanzaba a levantar la pata para cubrirse de aquel pesadísimo ataque, pero no moría.
Convencido de la perseverancia que el animal tenía, mi abuelo terminó por dar media vuelta y dejar a la suerte al gato en la terracería.
-Qué bueno que decidiste hoy irte a la labor caminando. -comentó su esposa cuando le contó la anécdota-. Quién sabe cuánto tiempo llevará el animal ahí aplastado.
Al día siguiente, mi abuelo usó la camioneta para ir a sus plantíos. Manejaba despacio buscando el manchón negro en medio de la carretera, sin poder explicarse a sí mismo por qué el gato iba a seguir allí, inmóvil y maullando como lo encontró la primera vez en el día anterior. Cuando llegó hasta él, bajó de la camioneta, le dio algunas patadas en la cabeza, y el gato reaccionó con un maullido. Por algún tipo de sensación de respeto, mi abuelo tomó al gato, y lo echó en la cajuela de su mueble para llevárselo a su casa, sin tener certeza de qué hacer con él.
Por la tarde, al volver a casa, se fue con el gato al jardín de su casa, y lo metió en un saco para después colgarlo de un árbol como si fuera un costal de boxeo.
-¡¿Pero qué estás haciendo, viejo loco?!- exclamó mi abuela. Vas a lastimar a ese pobre animal.
Cuando le oyó decir esto, mi abuelo esbozó entonces una ligera sonrisa, y comenzó a moler al gato a palazos como queriendo, efectivamente, lastimarlo.
Ante la violencia inmesurada y el espantoso lloriqueo del gato, mi abuela se metió a la casa y dejó al hombre en su infame tarea de darle muerte a ser tan extraño. Algunos días después de fracaso tras fracaso, mi abuelo me llamó para ver qué se podría hacer con el felino; pero más que eso, yo casi estoy seguro de que mi abuelo me llamó para contarme la verdadera historia del gato Yong-Pe.
Yong-Pe nunca murió de ninguna forma humanamente posible. Lo azotamos contra el piso, lo estrellamos en cada árbol, lo asfixiamos hasta el cansancio, lo envenenamos, y jamás hemos podido siquiera matarlo un poco. Ningún machete logra partirlo, y ninguna de sus heridas puede desangrarlo por completo. Yong-Pe había nacido para estar vivo y ni mi abuelo ni yo entendíamos la explicación de aquella situación tan afortunada. Finalmente optamos por respetárselo y lo conservamos en el patio de la casa; mallugado, lastimado, aplastado y fracturado, pero bien vivo. Aún en ocasiones me gusta patearlo en la nuca para maravillarme de su propia insistencia.
.