Jan Hein Donner*: Creo que todo comienza con el amor por la madera.
En mi 12° cumpleaños mi padrino David me regaló un enorme tablero de ajedrez. Habrían pasado unos 6 años en los que no tocaba yo una sola pieza. La caja era titánica, blanca y pesada. En la portada se desplegaba la foto de un precioso tablero de ajedrez con alguna posición en curso y las piezas capturadas a los costados; era un tablero grande y severo, como un ítem de museo o artesanía. A diferencia de los tableros anteriores que yo había conocido de plástico o madera, éste se postraba hecho de magnificente vidrio tallado y cristal. Era un tablero, a largas vistas costoso y delicado, hecho completamente de cristal.
Cuando lo recibí, abrí la caja en la habitación de mis padres, con el cuidado que tendría si abriese la caja de, por ejemplo, una muñeca de porcelana, o un pergamino autografiado por un fallecido autor. Mi padre y yo colocamos el tablero sobre su cama con sumo cuidado y jugamos una partida, no recuerdo el resultado, pero recuerdo bien la delicadeza con la que ambos movíamos las piezas. El sonido que hacía el rey o la pesada torre sobre el tablero transparente nos hacía sentir que con un poco más de fuerza habríamos quebrado la pieza entera. Esta sensación de fragilidad me hizo guardar el precioso ejemplar en un rincón y no sacarlo nunca, porque podría quebrarse.
J.H.D.: Cuando esas piezas brillantes están de pie delante de usted, es difícil no tocarlas. Pero usted no puede tocarlas, porque en el ajedrez la regla es: tocar es mover.
Cuando usted ha tocado la pieza, es un hecho: ésa será la pieza que se va a mover.
Así que el ajedrez estuvo guardado lejos de mi alcance durante mucho tiempo, porque no quería correr el riesgo de destruir algo tan bello. Tomé clases alguna vez mucho más joven, un niño apenas, pero me frustraban las derrotas ante otros niños que recibían una evidente atención preferencial de mis maestros. En esas clases, las piezas que usábamos eran de un plástico ligero y barato, mientras que el tablero desplegado en la pared para estudiar posiciones, grande y colorido a manera de pizarrón improvisado, estaba hecho de foami. Se entenderá entonces mi confusión al recibir este tablero de vidrio refinado, pesado y recio, que confundía mi "deber de interacción" con las piezas. Mis compañeros de la clase azotaban aquellas piezas de plástico sin miedo, tiraban los peones al piso, hacían tronar las figuras cuando se capturaban entre ellas, y me hacían creer que el ajedrez debía ser rudo y descuidado. ¿Pero cómo iba yo entonces a jugar ajedrez de esa manera tan impetuosa con un tablero de cristal? Algo tendría que salir mal en cuanto mi dama capturara al alfil, o si mi oponente encontraba una jugada fuerte en la que dicha fuerza se reflejara en el azoteo de la captura. En mi subdesarrollada cabeza, tocar una pieza de ajedrez era equivalente a realizar algo peligroso.
J.H.D.: Cuando usted no está moviendo una pieza, a ese momento se le llama reflexión; y al final, el momento más notable es justo cuando se ha decidido a realizar el movimiento. Es en ese momento exacto en que toca la pieza, es en esa la fraccion de segundo al hacer con-tacto cuando llega usted a ver mucho más de lo que ha visto en los últimos 30 minutos que usó para pensar.
Los acercamientos que tuve con el ajedrez posterior a ello fueron escasos. Hubo algún torneo en secundaria al que me inscribí por mera curiosidad; en la partida, mi oponente que venía de otra escuela dejó a su dama cómoda y segura frente a mi enroque y no hice nada al respecto. Tras varios intercambios, y antes de jugar el movimiento definitivo, me susurró un "lo siento" con algo de pena o de picor en su voz, y entonces con las puntas de los dedos acarició a su dama; no fue sino hasta ese momento, ese contacto que hizo con su pieza, cuando entonces me di cuenta del peligro que estaba corriendo.
J.H.D.: El contacto físico produce algo que le permite ver las cosas que no vio antes. Por eso cuando alguien se equivoca, suele descubrirlo en el mismo momento en que toca la pieza.
Agudicé mi atención a lo que estaba pasando realmente en la mesa y me di cuenta de que estaba a punto de hacerme un jaque mate con la mismísima dama que tenía en la mano, como sujetando un revólver contra mi cabeza, como acariciando con suavidad el gatillo. Supliqué perdón, no lo hagas, no, no! Pero lo hizo; con la punta de los dedos trazó la ruta de la dama hacia mi rey, y sólo entonces fui ejecutado.
No volví a saber nada de ajedrez hasta llegar a la universidad, ya con 20 ó 21 años encima, allá por los años 2005-2007. Damián Rivero, un amigo de la facultad que iba un año más arriba que yo, propuso abrir un club de ajedrez en la escuela, y consiguió que la directiva le prestara un salón por las tardes para llenarlo de tableros y relojes. Aquello me aterraba, pero Damián estaba tan emocionado. Publicó en el ágora de la escuela su invitación abierta al primer club de ajedrez de Filosofía y Letras. Recuerdo que su boletín iba adornado con un epígrafe del campeón ruso Alexander Alekhine que decía algo así como "Alguna vez los humanos tuvieron que haber sido dioses, o no hubieran inventado el ajedrez". Una frase que años después entendería, pero en ese momento, una vez más, me aterraba.
El club creció, y atrajo a varios entusiastas, y yo, que me sentía intimidado hasta por los relojes de ajedrez, cada semana me fui alejando del círculo, aunque varios compañeros me seguían preguntando si iría hoy al club, o si participaría en el próximo torneo. Me declaré incompetente para el ajedrez y dejé que el club de Damián muriera poco a poco. Damián mismo murió un año después, junto con la ilusión de crear permanentemente a este club que ya sin Damián al frente, iba perdiendo miembros, en un periodo en donde entre los estudiantes dominaba el interés por la moda, el rock pesado y el alcoholismo.
Pasaron 15 años para que volviera a ver un tablero de cerca. Entre el Kung-Fu, la maestría, los idiomas, los desamores, el trabajo, mi vida perdió contacto con el ajedrez aunque todavía recordaba cómo se movían las piezas. Tengo vagos recuerdos de algunos poemas que escribían mis compañeros de la facultad sobre ajedrez, Toto y Arturo por ejemplo, hablaban de la fantasía del combate y de la presión de Kasparov contra la computadora. En mis textos yo hablaba de vampiros y fantasmas. Era un empleado mal pagado en una editorial poblana y el ajedrez no formaba parte de mi rutina, porque mis horas de descanso estaban destinadas a los videojuegos, al alcohol y a mi pareja. Tras algunos tropiezos, volví a Chihuahua con nuevas ideas, pero estas ideas, conforme crecían, me iban emocionalmente lastimando. Mi contacto con las personas se iba desvaneciendo, y mi relación amorosa de ese momento estaba construida sobre una base de reclamos, excesos y engaños. Ante tanta inclemencia, en una edad tan clave, jugar ajedrez parecía ser una pérdida de tiempo.
J.H.D.: Una vez en un torneo vi a un jugador sudamericano tocar una pieza y, como si fuera golpeado por un rayo, la soltó. Miró a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta, se puso a silbar con indiferencia, su cabeza se volvia roja; yo lo vi pero el director del torneo por supuesto no estaba a la vista por lo que yo no tenía ninguna prueba. Este hombre todavia se sonroja cada vez que me ve porque eso es lo peor que un jugador de ajedrez puede hacer: tocar una pieza y no moverla.
Eso no se hace.
Hasta que, y muchos esconden esta razón pero no yo, vi la serie Gambito de Dama en Netflix. Me cautivó el proceso destructivo por el que Beth Harmon, la protagonista genia del ajedrez, tuvo que atravesar y sobrevivir para dar lo mejor de sí misma. Me ilusionaba la manera en que retrataban esa vida en la que puedes viajar por el país jugando ajedrez, las horas de solitud frente a un tablero, la gente extravagante que conocerías durante tus incursiones, y en general, el aporte del ajedrez a una vida lúgubre y desorientada, como estaba la mía. Pensé por un segundo si era ése el tipo de actividad que me hacía falta para redireccionar mi vida y construir mi mundo alrededor a partir de la reflexión ajedrecística. Abrí una cuenta de Chess.com, recordando también a amigos como Damián, Andrés o Encinas, que no tuvieron que esperar a que el ajedrez se pusiera de moda para entenderlo de lleno, como yo. En todo el mundo las ventas de tableros se cuadruplicaron, youtubers ajedrecistas ganaban súbitos reconocimientos por subscripciones, y yo busqué mi tablero de cristal empolvado y lo acerqué a casa. Lo dispuse en el negocio que tenía con mi pareja para compartir con los clientes este interés que iba en ascenso, ver una partida o dos jugarse con mi delicado tablero, y quizás entender mejor a la comunidad, o a mí mismo.
Desde luego, las piezas fueron quebrándose una por una conforme la gente iba y venía al café; entre niños, adolescentes, adultos descuidados, mi tablero de cristal que tenía yo bien protegido desde los 12 años, al poco rato se le rompieron dos torres, tres peones, un rey y un alfil. Algunos clientes bien intencionados trataron de remediar los daños con cinta negra y Kola-Loka, pero ya era insalvable. Mi ajedrez de cristal había sido destruido como poco después lo fue también mi relación con mi pareja y el negocio que habíamos levantado juntos. En ese momento yo estaba enfurecido y no entendía cómo la gente podía ser tan desconsiderada con lo que les había compartido con tanto afecto. La misma persona con la que compartía el aura del lugar, incluso, me confesó que si ella fuera una clienta, se habría robado el caballo del tablero que había yo con amor dispuesto para todos al centro del local.
Pero el reencuentro con el ajedrez había permeado. Invertí mucho tiempo en mi cuenta de Chess.com, y empecé a dedicarle más tiempo a jugar allí que a los videojuegos, hasta ese entonces mi único confort. Poco después me uní a un club y en breve todo mi discurso era sobre ajedrez, ajedrecistas y jugadas maravillosas. Un día, un martes cualquiera, compartí por Twitter una jugada que me dejó atónito, al que David Encinas, un amigo de antaño que es más ajedrez que persona y con el que había perdido casi todo contacto, me respondió y propuso reunirnos en un bar para jugar una partida luego de varios años sin vernos. Todo por un tweet que subí de la nada. Encinas, sin razón ninguna, me regaló un juego de ajedrez de excelente calidad. Piezas fuertes, pesadas, rudas. Recuerdo que allí en la mesa del bar, cuando empezamos a sacarlas del estuche, yo tomaba las piezas una por una y las colocaba delicadamente sobre el tablero, como si fueran a romperse o como si tuviera yo que disculparme con las piezas por ese maltrato de sujetarlas fuerte o dejarlas caer sobre la mesa. Encinas me llamó la atención entre risas al ver mi lentitud y mi cuidadoso procedimiento para repartir las figuras y me dijo: "¿Qué haces we? Tú échalas así, sin miedo". Caí en cuenta de que las piezas que me había regalado, unas brillantes DGT hechas de resina o no sé qué cosa, iban a soportar cualquier embate, no como aquel tablero de cristal que se despedazaba guardado en una bolsa, expuesto a las obscenidades de una comunidad grosera. En este nuevo momento agarré confianza, volqué el estuche sobre el tablero y derramé las piezas cual agua, como un niño que abre una cubeta de legos, o un pirata que arroja su botín sobre el escritorio del navío.
Jugué contra Encinas, y perdí por supuesto, pero cuánta energía recibí de esas piezas que me había dado. La energía que necesitaba para tomar las decisiones recias que tenía que tomar para jugar mis partidas, mi rumbo hasta entonces incierto, de forma decidida y portenta. Gracias a ese gesto, ese ajedrez resistente, me sentí rejuvenecido y empecé a tomar decisiones difíciles en mi vida que me llevaron a mejores posiciones, porque ahora mi tablero podía resistirlo todo, y este nuevo tablero, este nuevo mundo, no se me iba a desquebrajar porque yo imponga a mis caballos con la fuerza que se necesita, ahora sin el miedo a desbaratarse.
En mi más reciente cumpleaños número 36, por ejemplo, mi padre me preguntó si todavía me gustaba el ajedrez. Le dije que sí, que mucho, y entonces sacó de atrás una caja envuelta como regalo, que resultó ser un bonito tablero de ajedrez de cuero y madera. Lo abrí emocionado, pensando en el peso de las piezas, los tonos de las casillas, el olor a nuevo, y pensando también en qué cara hubiera puesto mis padre si a su pregunta le hubiera contestado yo con un "no, ya no me interesa el ajedrez", y él ahí con el regalo escondido en la espalda. Pero no fue así, yo estaba tan contento con su regalo. Un tablero de ajedrez, 24 años después del primero que habría creado en mí una incomodidad por el ajedrez, ahora, con la necesidad intrínseca de lucha y concentración, este regalo tenía más sentido. Irónico porque, este nuevo tablero era muchísimo más ligero que los de plástico, hecho de una madera hueca, con piezas que se caían al menor suspiro. Irónico que a mis 12 años haya yo recibido un tablero que debió haberme llegado a los 36, y que a los 36 recibiera un tablero de madera ideal para mis 12.
J.H.D.: En casa nunca tengo un tablero de ajedrez frente a mí, porque yo suelo moverme alrededor. Los ajedrecistas tenemos algo especial para eso, un pequeño tablero con piezas magnéticas. Estas piezas no difieren una de otra, es decir tienen la uniformidad que hace del juego de damas algo tan horrible, pero usted gana si se encuentra con un tablero de ajedrez real en mi casa.
Desde entonces, mi fuerza personal se ha fortalecido, porque mi ajedrez también se ha fortalecido, y me he rodeado de gente fortalecida y que quiere fortalecerme. Y si bien es cierto a veces el ajedrez me frustra y me gana, la vida también me frustra y me gana, pero entonces levanto la pieza, expando los peones. Pierdo a mis torres como perdí a mi gato, y sin embargo, medito, veo el tablero, y pienso en ganar azotando fuerte, sin miedo, a mi caballo frente al rey enemigo, porque ahora, aunque pierda la partida, mis caballos no se pueden romper.